La presencia de Emilio Butragueño en el imaginario del aficionado español responde a su innegable mérito de ser el primer deportista auténticamente mediático de la historia de nuestro fútbol. Si hoy en día la comercialización de la imagen del futbolista forma parte de la naturaleza esencial de su devenir profesional cuando Butragueño irrumpió en escena la imagen del futbolista se asociaba más a dinastías longevas identificadas con los valores de una entidad grabada a fuego durante épocas. Nadie se planteaba la imagen social de Santillana, Quini, Carrasco o Sarabia. Butragueño significó un símbolo más aún de sus méritos en el terreno de juego, que no fueron pocos, aunque quizá no comparables a otros jugadores de su misma fama.
A mediados de los años 80 vientos de crisis corrían por Chamartín. No se había ganado una liga en cinco años y la economía del club no estaba para grandes dispendios. Aún más: costosos fichajes como Cunningham, Metgod o Lozano habían resultados pequeños fiascos. Tampoco la suerte acompañaba; hasta cinco finales fueron perdidas en la campaña 82-83 hito nunca igualado desde entonces. Entrenaba al Real su mayor gloria futbolera, Alfredo Di Stefano, que tuvo el suficiente valor de mirar a la cantera y dar la alternativa a un conjunto de jóvenes talentosos que apuntaban grandes maneras en la segunda división. Primero subieron Sanchís y Martin Vázquez. Luego Pardeza y Butragueño y por último Michel.
Butragueño se adelantó a todos ellos hasta el punto que el periodista Julio César Iglesias denominó al grupo “La Quinta del Buitre”. De un modo u otro se convirtió en la referencia del mismo casi inercialmente y sin dar la impresión de quererlo ni buscarlo. En realidad su sencillez dentro y fuera del campo relanzó su figura como ejemplo de corrección deportiva y personal que ayudó más a su leyenda que muchos de sus goles. Su explosión deportiva provocó que su figura se extendiera más allá de nuestras fronteras en modo alguno comparable con las leyendas del pasado, quizá con la excepción de Luis Suárez.
Representó asimismo un tipo de delantero muy técnico e intuitivo bastante alejado del rematador clásico que hasta entonces había aportado el balompié hispano. Su pillería en el área así como su extrema habilidad para arrastrar a las defensas contrarias a posiciones sumamente incómodas pronto le otorgaron un papel predomínate en partidos que se encontraban atascados. Fue un paradigma de delantero imprevisible, de movimientos muy depurados, sin ninguna cualidad destacable pero que aglutinaba pequeños flecos de diversas virtudes: el regate en corto, el remate con el pié y la cabeza, la capacidad de desmarque y el oportunismo. Favoreció mucho a su rendimiento el fichaje de un goleador con instinto depredador como Hugo Sánchez, el mexicano aportaba los goles y descargaba al madrileño de labores rematadoras para profundizar en su labor creativa.
El Real Madrid comandado por Butragueño y sus compañeros de quinta pasó de no ganar casi nada a dominar el fútbol español con una suficiencia rayana en la tiranía. Nada menos que cinco ligas consecutivas, todas ellas con una distancia sideral sobre el segundo clasificado pasaron a engrosar las pobladas vitrinas de la entidad de Concha Espina. Y no fueron ligas ganadas de cualquier modo. El buen fútbol y hasta el espectáculo presidieron todas ellas. Goleadas de todos los colores pudieron verse en el feudo madridista con una habitualidad impropia de un campeonato teóricamente igualado como el español. Un dato a tener en cuenta: en ninguna de las ligas se tuvo que esperar a la última jornada, cuando en cinco de los seis campeonatos anteriores el título no se decidió hasta el último partido.
Aquella generación fabulosa cambió para siempre el paradigma del futbolista creado en la cantera española. Antes de ellos la ambigua “furia” presidía el ideal de futbolista, con los integrantes de la Quinta la técnica, el dominio de la pelota y la precisión pasaron a configurar el concepto futbolístico esencial. Sanchís sacaba la pelota desde atrás con maestría. Martín Vázquez daba sobradas muestras de talento ofensivo. Michel se convirtió en un consumado especialista de la banda derecha con una precisión milimétrica en los pases y Pardeza tuvo que emigrar al Zaragoza para desarrollar una notable carrera. Su camino sería seguido por Guardiola, Raúl, Kiko, Guerrero o Hierro y ya con posterioridad con el boom de los Xavi, Iniesta o Piqué. Curiosamente el tiempo tornaría la tendencia histórica de los dos grandes: el Barcelona haría una exitosa apuesta por la cantera mientras que el Madrid se centraría en fichajes cada vez más costosos.
La reválida de Butragueño y su generación serían las competiciones internacionales, tanto a nivel de club como de selección. Su comienzo no pudo ser más esperanzadores: dos copas de la U.E.F.A acabaron con una sequía continental de casi veinte años. En las mismas se fraguó la leyenda del Bernabéu como escenario inexpugnable en el que cualquier remontada era posible por adverso que fuese el resulta del partido de ida. Y ningún partido fue más representativo de ese periodo que la noche del 12 de diciembre de 1984, era el partido de vuelta contra el Anderlech belga, en aquellos años un competitivo y solvente equipo, en la ida nada menos que un 3 a 0 para los locales. Pero la vuelta fue toda una apología de lo imposible comandada por el joven delantero madridista autor de tres goles y auténtica pesadilla de la defensa contraria. A esa noche le siguieron unas cuantas parecidas que acabaron con los dos títulos continentales reseñados. Después quedaba el otra gran reto: la Copa de Europa, pero ahí la historia fue otro cantar.
El asedio a la máxima competición continental de esplendoroso Madrid de segunda mitad de los 80 es una de las frustraciones deportivas más notables de la historia blanca. Hasta tres semifinales consecutivas disputaron de forma infructuosa los jugadores madridistas que se difuminaban de forma notoria en escenarios clásicos del futbol europeo como el Olímpico de Munich o San Siro. Pero sin duda alguna la, más dolorosa fue la perdida ante el rival más asequible: el PSV Eindhoven en 1988 en dos agónicos empates (1-1 y 0-0) truncó de forma cruel la mejor oportunidad de Butragueño y compañía. Después ya vino el Milán de Sachii y los holandeses; y eso ya fue otra historia.
A nivel de selección tampoco las cosas le fueron de la forma esperada. La maldición de los cuartos de final marcó la participación del buitre en el combinado nacional. Sin embargo hubo uno noche para el recuerdo no menos memorable que la del Anderlech. Estadio Corregidora de la ciudad de Qurétaro. Mundial de 1986. Enfrente a la selección española un potente combinado danés liderado por Laudrup, Olsen o Lerby. Un escuadra para muchos destinada a plantarse en la final del Mundial. Pero el resultado no fue otro que 5 a 1 para los españoles con nada menos que cuatro goles de Butragueño. Hasta los recientes éxitos de la roja probablemente ningún jugador español causó tanta sensación en un partido internacional de tanta trascendencia.
Ello le permitió seguir creciendo a nivel internacional en cuanto a fama y prestigio, aunque su rendimiento deportivo fue minorándose lentamente con el paso de los años. No faltaron muchos partidos en los que simplemente desaparecía aunque no era infrecuente el que volviera a demostrar ráfagas de su talento. Para sus seguidores, sin embargo, siempre fue un indiscutible, aún en sus peores rachas. Tal vez porque su irrupción causó una sensación hasta entonces desconocida en los deportistas españoles y la memoria del aficionado siempre es selectiva en grado sumo. Hasta su retirada creó en la gente una expectativa realmente sorprendente. Su sucesor natural fue otro delantero de apariencia poco vistosa pero con un talento innato para aprovechar sus recursos. Se llamaba Raúl González y puede decirse que sus logros superaron ampliamente a los de su predecesor. No obstante, una parte importante del camino ya se había recorrido.