Como en la mayoría de las historias el esplendor del baloncesto hispano, un eslabón más en la edad de oro del deporte de nuestro pais, tiene un comienzo de fácilmente localizable. Se pude señalar los Mundiales de Cali en 1982 como punto de arranque del impacto social y deportivo de un deporte, el de la canasta, que no había pasado de minoritario aun cuando la sección de Baloncesto del Real Madrid había dominado Europa en no pocas ocasiones.
No eran tiempos muy boyantes para los deportistas españoles. Apenas los éxitos de Severiano Ballesteros otorgaban cierto prestigio a nivel internacional y en cuanto a juegos de equipos el panorama era aún más sombrío. España vivía sus primeros años de democracia pero de ella se tenía aún una visión más bien folclórica y anacrónica que se manifestaba hasta en imágenes cinematográficas tales como las “Sólo para tus ojos” el James Bond de 1981 en el que se identificaba la sierra madrileña con una aldea mexicana. Todavía quedaban lejos el Mercado Común Europeo y la consagración definitiva en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992.
Pero en aquel Mundial de Baloncesto del verano del 82, aun cuando no se consiguió medalla al quedar cuartos clasificados, los aficionados tuvieron la sensación de presenciar a un equipo, la selección española de baloncesto, que competía al más alto nivel con potencias como Estados Unidos (al que se le ganó) o Yugoslavia. Un año más tarde, en el europeo de Nantes, llegó su consagración definitiva cuando se plantó en la final del mismo derrotando a la mismísima U.R.S.S en la final, algo impensable para la mayoría dado el potencial soviético por aquel entonces. No se pudo conquistar el oro puesto que se perdió la final ante la Italia de Brunamonti, Riva o Materazzi que ejerció de bestia negra por aquellos años, pero el paso decisivo ya estaba dado.
Entrenaba a España un seleccionador que adquirió la categoría de eterno; nada menos que veintisiete años se mantuvo al frente de lo que él denominó el “equipo nacional”, un record mundial todavía no superado en ninguna especialidad deportiva. Antonio- Díaz Miguel dotó al equipo de un aire personalísimo y hasta familiar, cuestión que a la larga planteó no pocos problemas. Sin embargo, nadie le puede quitar el mérito de crear una escuadra que se codeó con los mejores gracias a unos conceptos muy bien asumidos: una defensa agresiva que derivaba en robos de balón y fulgurantes salidas al contraataque. Eran años en los que la inferioridad física española respecto de sus grandes rivales era evidente y la velocidad era el mecanismo que compensaba otras carencias.
Los integrantes de aquel combinado fueron la primera generación de oro del baloncesto español. La mayoría nacidos en 1959 era un grupo que destacaba por su calidad técnica y un notorio espíritu competitivo y de sacrificio. En la dirección se encontraba el gran Juan Corbalán, quizá el `paradigma de director de orquestra y de líder dentro y fuera del campo. Sus recambio no eran menos solventes; Nacho Solozábal representante del mejor Barcelona y Joan Creus, un base más que notable. Los aleros tenían dos estiletes destacados Epi, acaso el jugador español más carismático de su tiempo, infatigable anotador y especialmente dotado para los finales apretados y Juanma Iturriaga, posiblemente el mejor intérprete del contraataque de su tiempo, algo clave para el estilo de juego de la selección. Asimismo, dos jóvenes jugadores dieron el impulso definitivo al combinado nacional para situarse en lo más alto: Fernando Martín y Andrés Jiménez. Con ellos se consiguió ese plus de calidad bajo los aros esencial para luchar contra equipos que contaban con jugadores interiores más fuertes y altos. Jiménez otorgaba una polivalencia inusual para un jugador alto y Martín la fuerza y el talento en el aspecto anotador y reboteador.
A estos mimbres esenciales se le unían otros componentes no tan decisivos pero extraordinarios como complementos. El enorme pívot Fernando Romay suponía la intimidación defensiva necesaria, mientras que el flexible Fernando Arcega era cobertura de plenas garantías para los hombres altos, así como el bregador pívot hispano-argentino Juan de la Cruz. También se contaba con el alero de quizá más talento natural de su época: el dominicano nacionalizado Chicho Sibilio, pero su intermitente carácter así como su poca disposición al trabajo defensivo hicieron que su historia con la selección española no acabara de cuajar lo que hubiera sido deseable.Y para cubrir sus ausencias ahí estaba el "matraco" Margall un prodigio de técnica tiradora decisivo en no pocos compromisos.
Tras el éxito de Nantes España asumió lo que sería el campeonato de su consagración: los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1984. A ellos se acudió con esperanzas más que fundadas de obtener metal puesto que la gran potencia europea, los soviéticos, habían boicoteado los mismos al ausentarse. El metal dorado tenía ya dueño ya que los Estados Unidos formaron una escuadra en la que sobresalían futuras leyendas de la NBA como Pat Ewing o el mismísimo Michael Jordan. El objetivo realista para cualquier otra selección era la plata. Y ese fue el premio que se trajeron los españoles.
Hoy en día resulta difícil explicar el impacto de aquel éxito cuando las medallas son el resultado habitual de la excelente selección de nuestros días, los triunfos de Nadal o Contador son rutinarios y nuestro fútbol domina el concierto internacional de forma excelsa. Pero en aquel 1984, las Olimpiadas apenas suponían cuatro o cinco medallas y el triunfo de un equipo español en el concierto internacional era tan extraño que aquellas madrugadas que engancharon a los espectadores supusieron la consagración definitiva de un deporte que vivió un boom inolvidable en la segunda mitad de los años 80. Cuando se derrotó a Yugoslavia en las semifinales se puede decir que ninguna otra selección de cualquier categoría había hecho vibrar de esa forma al aficionado español.
El final de este relato no estuvo exento de amargura. Desde ese triunfo el equipo comandado por Díaz- Miguel fue encadenando sucesivas decepciones que desembocaron en el desastre de Barcelona 92; un exótico equipo angoleño destrozó a España por nada menos que 20 puntos de diferencia. Eran épocas en las que se discutía la presencia de un tercer americano en los equipos de la ACB. Los jugadores de la selección amenazaron con un plante antes de empezar a entrenar. La venganza del público fue tal cruel como ingeniosa, una pancarta proclamaba “sí al tercer angoleño”. El seleccionador inagotable tuvo una salida en falso pero el tiempo curó su imagen; su sucesor, el prestigioso Lolo Sainz, apenas mejoró los resultados en los siguientes años.
En cualquier caso lo importante de cualquier obra es su legado. Esa primera generación de oro dejó como herencia una afición por el basket que empezó a cuajar entre los jóvenes. Y en aquellos años los Gasol, Carbajosa o Navarro daban sus primeros pasos en la vida. Los pioneros siempre son recordados