domingo, 3 de marzo de 2019

PORQUE FERNANDO TORRES ES ÚNICO

No existe un mito más asentado en la historia del Athletic de Bilbao que José Ángel Iribar, el guardameta que defendió los palos del viejo San Mames en los años 60 y 70. Conviene recordar que El Chopo, así era apodado, no levantó ninguna de las ocho Ligas que se encuentran en las vitrinas del centenario club vasco y sólo pudo engrosar su palmarés con dos Copas del Generalísimo en dieciocho temporadas. Pero el público rojiblanco no tuvo eso en cuenta: lo que realmente valoró fue el hecho que Iribar sostuvo al Athletic en años de vacas flacas, cuando su legendario equipo de los 50 se hizo mayor y los chavales de Lezama se veían obligados a tirar del carro, frente a rivales que disponían de más potencial económico y que, cuando se legalizaron, pudieron reforzar sus equipos con foráneos. Así que Iribar fue un bastión que evitó males mayores, la amenaza del descenso, y la preservación de una tradición que vale mucho más que los trofeos que se puedan levantar.
Este referente emocional es habitualmente despreciado por los poderosos tótems de nuestro fútbol (y sabemos de quien hablamos) que identifican a sus mitos por su participación en triunfos concretos y que sólo restringen las trayectorias al palmarés. Francesco Totti pudo salir de la Roma en busca de engrosar su curriculum, pero decidió seguir en la ciudad eterna y pudo retirarse con sus sueños cumplidos en su totalidad: fue campeón del mundo con su país y ganó Liga y Copa con el club de sus amores. Steve Gerard colgó las botas sin saber lo que era ganar una Premier, pero forma parte del santuario de Anfield, tanto como las leyendas del Liverpool que dominaron Inglaterra y Europa en los 70 y 80. Todos buscan el triunfo, desde luego, pero no todos tienen el camino tan allanado para conseguirlo en función de potenciales económicos, institucionales o mediáticos.
Fernando Torres fue un jugador gafe de la historia del Atlético de Madrid. Y quizá ni si quiera uno de los mejores. Pero forma parte de sus  emblemas históricos junto a Collar, Luis Aragonés, Gárate, Futre o los recientes Simeone, Godin o Griezzman. Y es un emblema porque precisamente, tuvo que apechugar con apenas dieciocho años con la peor época deportiva del club, esa que transitaba en los estertores del Gilismo, por los campos de segunda división y que deambulaba sin pena ni gloria por la primera, en busca de una grandeza que, conforme a las previsiones de Luis Aragonés, tardaría una década en llegar. La misma época en que sus compañeros de viaje eran Alvaro Novo, Musampa, Javi Navarro, Peter Luccine, Martin Petrov o Nikolladis; el periodo en el que el banquillo del Manzanares lo ocupaban sucesivamente Gregorio Manzano, Cesar Ferrando, Pepe Murcia o Javier Aguirre. Es fácil destacar y engrosar trofeos cuando te acompaña lo mejor del mercado, al precio que sea. Más complicado es tirar del carro en régimen de escasez, mantener la ilusión de la hinchada cuando la nada te rodea con frecuencia e inventar soluciones a problemas que parecen irresolubles. Torres fue el faro que guió al equipo en los años de plomo, su único referente de calidad cuando los mejores tiempos quedaban lejos y el elemento clave que al menos impidió que se volviera a coquetear con el fantasma del descenso. Tuvo que emigrar para crecer deportivamente y dejó una buena cantidad de dinero en las arcas del club, que sirvieron para afrontar el fichaje de Forlan, y de la mano de la selección española alcanzó la gloria deportiva que buscaba. De alguna forma sus grandes campañas en la Premier, en Anfield, hasta que las lesiones le lastraron eran vividas con orgullo por una afición que no conocía más referentes que el chico de Fuenlabrada que le mantuvo la ilusión.



Cuando volvió e 2015 consiguió reunir a 45.000 personas en el Calderón el día de su presentación. No era el Atlético el erial que dejó, sino un club transformado y competitivo de la mano de Simeone. Tampoco gozó de plena fortuna en su regreso, ya que no pudo culminar el sueño de la Champions en la noche triste de Milán y se vería relegado al banquillo en sus últimas temporadas, con una relación muy deteriorada con el técnico; dos emblemas que terminaron chocando por una mezcla de elementos deportivos y de egos. Su único título de colchonero (la Europa League de Lyon) le cogió como elemento muy secundario. Por jugarretas del destino, Torres no pudo asociar su glorioso periplo por el Atlético con el éxito deportivo como Gaby, Godin o el propio Diego Costa, así como otras leyendas colchoneras de tiempos pasados, pero su figura se agiganta ante la hinchada por que su aportación ha ido mucho más allá que lo que en realidad significa un trofeo.

RUTINAS ASENTADAS

El nuevo paseo del Barça en el Bernabéu confirma una tendencia muy acusada en el universo futbolístico, en el que algunos resultados o hechos se dan con una frecuencia tan establecida que sorprende que las previas de muchos partidos se intenten vender desde el punto de vista mediático como enésimos duelos del siglo, cuando según la estadística el resultado es muy previsible.
De alguna forma cada visita del cuadro culé al santuario blanco se ha convertido en una rutinaria manifestación de superioridad en la que ya no resulta necesaria ni siquiera la correspondiente exhibición de Messi. En el 0-4 de 2015, ni jugó y en los 0-3 recientes mostró una versión hasta descafeinada del mismo, dejando el protagonismo al cuestionado Luis Suárez. En realidad el Barça ya ni se molesta jugar bien para ganar o incluso golear al Madrid, un hecho  cada día menos insólito. Aborda cada clásico en la castellana con una sensación de poder tan asentada que se transmite a todos: jugadores de ambos equipos, aficionados, prensa….El miércoles, a medida que el Real Madrid acumulaba méritos para marcar y se sucedían las ocasiones frente a un Barcelona mas bien mustio, casi  todo espectador veterano tenía la misma intuición: que a la primera ocasión clara visitante el balón iría al fondo de la portería, como así fue. En el partido de Liga del sábado, el control catalán era tan diáfano, que el 0-1 final casi olió a falta de ensañamiento.



Este tipo de inercia, que parece situarse por encima de estados de forma y momentos de juego, y que sólo logra una cierta explicación plausible mediante la calidad de algunos futbolistas, se manifiesta una y otra vez en numerosos encuentros con los mismos contendientes aunque compuestos por diferentes protagonistas. Recuerdo que el en Bayern- Real Madrid de semifinales de Champions de la pasada temporada, tanto en la ida como en la vuelta hubo partes de un dominio bávaro tan insultante, que el tema sólo podía acabar de una forma: o con goleada alemana (improbable) o con triunfo blanco (más que seguro). Y es que la corriente ganadora madridista en Champions se combina con un desastroso cuadro de horrores en la competición doméstica que no parece tener fin. Del mismo modo que la insultante superioridad culé en la disputada y exigente competición española (va camino de su cuarto doblete en cinco años), se mezcla con caídas estrepitosas e impensables en entornos continentales, sea cual sea el escenario (Paris, Roma o Turín).
Es muy curioso ver como esas frecuencias se manifiestan década tras década en escenarios muy distintos: todo futbolero con trienios sabe que una presencia del Real Madrid en la final de Champions es sinónimo de triunfo seguro, sea cual sea la forma, que siempre que el propio Madrid juagaba una final de Copa en su estadio, la sorpresa saltaba (solo gano dos de nueve y una contra su filial) sin que importase que fuese en la fecha de su centenario (Deportivo) o frente a rivales contra los que no mordía el polvo en catorce años (Atlético), que Alemania nunca puede con Italia en partidos claves de Eurocopas o Mundiales, que toda eliminatoria del Atlético en Copa de Europa ante rivales más poderosos y tachados de favoritos es el punto de partida a una hazaña impensable y que todas sus finales son dramas saldados con final trágico, que el Sevilla puede jugar todas las finales de Europa League posibles sin que parezca que sea factible que pueda perder alguna, aunque se lo proponga, y que cada vez que se cruza con un grande auténtico va a terminar perdiendo aun cuando parezca que , por una vez, pueda dar la campanada o que el Benfica portugués será como Sísifo con su piedra en busca de superar la maldición que le acompaña en las finales europeas y que les lanzó el entrenador que les hizo ganar las dos primeras. Distintas épocas con distintos jugadores, pero un mismo desenlace contra el que parece imposible rebelarse.
Por eso cuando se rompe la tradición, y se echan abajo los muros en apariencia infranqueables, los clubes y aficionados sufren una catarsis única que suele servir de punto de partida a un futuro mejor alejado de complejos tan arraigados. Ahí van algunos ejemplos: el gol de Koeman en Wembley, el de Mijatovic en Ámsterdam, la tanda de penaltis del España-Italia de 2008 o el cabezazo de Miranda en la final de Copa de 2013. Quizá en la búsqueda de esos instantes únicos se fundamenta buena parte de la pasión futbolera ya que, a fin de cuentas, lo bueno del deporte es que, al contrario de la vida,  casi siempre ofrece una oportunidad más.