Juan Carlos Arteche era un defensa
central más bien tosco que debutó en el Racing de Santander bien entrada la
década de los 70. En la temporada 1977-78 se consolidó definitivamente en el
equipo cántabro que por aquel entonces dirigía el vasco Jose María Maguregui.
Una temporada más tarde dio el salto al Atlético de Madrid, con apenas 21 años,
y pasó a formar parte de un equipo destacado en el que jugaban jugadores de
peso en la época como Rubén Cano, Luiz Pereira, Ayala o Marcial. Sus comienzos
no fueron fáciles y buena parte de público y prensa pensaban que se trataba de
un central con bastantes carencias técnicas para un equipo de élite como era el
Atlético de esos años. Pero gracias a su tesón y esfuerzo, y quizá influenciado
por jugar alado de uno de los mejores liberos del mundo del momento, el
brasileño Pereira, fue puliendo defectos, aunque su principal arma era sin duda
su fortaleza y hasta en ocasiones, dureza, propia de los centrales de la época.
Desde la temporada 1980-81 Arteche se
erigió en indiscutible para todos los entrenadores del equipo rojiblanco y en
uno de los jugadores favoritos de la afición por su entrega y pundonor. En
noviembre de 1983 protagonizó un momento memorable cuando dos goles suyos en la
recta final del partido supusieron la remontada de un partido ante el Betis en
el Calderón (4-3), y más cuando en el segundo de ellos, en la caída que siguió
a su bravo remate de cabeza, el número 4 arlético se rompió el menisco. Vicente
Calderón le impuso la insignia de oro y brillantes del club. Unos años más tarde,
la selección llamó a sus puertas cuando ya casi rozaba la treintena y aunque de
nuevo una seria lesión frenó su proyección internacional (sólo jugó 4 partidos
con España), esa llamada de Miguel Muñoz pudo considerarse como el colofón a
una carrera en la que muchos no creían demasiado en sus comienzos.
Cuando Jesús Gil y Gil llegó a la
presidencia del club en 1987, señaló al cántabro como el ejemplo a seguir por
todos y la referencia del Atlético que aspiraba a conseguir. Le subió la ficha
de 11 a 22 millones de pesetas anuales y tras la salida del equipo de Ruiz, fue
nombrado capitán. Pero el nuevo cargo le traería más disgustos que
satisfacciones a Arteche. Cuando los resultados de la primera campaña empezaron
a no ser los esperados, un inquiero Gil empezó a criticar a los jugadores en
público, a los que acusaba de ser poco profesionales y demasiado aficionados a
la vida nocturna. En su condición de capitán del equipo, Arteche respondió defendiendo
la integridad de la plantilla. Al dictatorial mandatario no le gustó que se le
llevase la contraria de forma expresa y ya en un partido en la primera vuelta
en San Sebastián, le hizo la primera amenaza al jugador: si volvía a replicarle
tendría problemas.
Una serie de buenos resultados
calmaron la situación (entre ellos un famoso 0-4 en el Bernabéu con gran
partido de Arteche en la defensa) pero al comienzo de la segunda vuelta el
equipo perdió el tren de la Liga y Gil cesó al entrenador, Menotti, y le
sustituyó por Armando Ufarte, vieja gloria de la casa, al tiempo que contrataba
a Maguregui, el entrenador que había hecho debutar a Arteche en primera
división, para la próxima campaña. Pero el mandatario quiso que Ufarte aceptara
las intromisiones de Maguregui en la dirección, a lo que el viejo extremo rojiblanco
se negó, con el consiguiente cese al cabo de solo tres jornadas al frente del
equipo. Esta circunstancia motivó la reacción de la plantilla colchonera, que
en una dura nota pública recriminó al presidente Gil su actitud y defendió la
profesionalidad de Ufarte.
Gil señaló a los culpables del motín y
estos no eran otros que los veteranos del equipo: Quique Ramos, Setién,
Landáburu y, por supuesto, Arteche como capitán y líder de la rebelión. Todos
ellos fueron despedidos a fin de temporada y los mismos entablaron pleitos
contra el club por despido improcedente. Arteche no quería irse, sin embargo,
de la que era su casa y trató de arreglar el continuar en el equipo aunque por
menos ficha. Como el entrenador Maguregui, consideraba que aún podía ser un jugador
aprovechable, Gil y el futbolista firmaron una tregua, aunque, eso sí, el
cántabro renunciaba al cargo de capitán del equipo que ostentaría la figura
protegida por Gil, Paulo Futre.
Pero el comienzo de temporada 1988-89
fue desastroso. Tres derrotas consecutivas en Liga y eliminados de la Copa de
la UEFA por el modesto Groninhem holandés. Maguregui perdió el control de la
situación y tras un derrota estrepitosa en el Sánchez Pijuán de Sevilla (4-1)
recibió orden de Gil de no volver a contar con Arteche, que no había tenido su
mejor tarde. Semanas después caía el entrenador y parecía que un halo de
esperanza se abría para el defensa, que seguía siendo un jugador de carisma en
la plantilla y la afición. Pero días después de ser cesado Maguregui, Arteche acudió
al programa de Antena 3 de José María García y fue entrevistado por el locutor
Gaspar Rosetti. No es que en la entrevista dijera cosas muy fuertes, pero sí
dejó clara su postura crítica respecto de la situación del equipo y que quizá
se contaba con peor plantilla de lo que se había vendido (algo que, por otra
parte, casi todos pensaban), con esas palabras valientes selló su destino. Unos
días después, el Atlético jugaba en Málaga y un empleado de la casa, Briones,
ponía el carné para el banquillo siguiendo la instrucciones de sus superiores
al hacer la alineación. Cuando el equipo estaba en pleno calentamiento Gil se
acercó a los jugadores para darles la mano, a todos menos a uno: al veterano
defensa, al contrario, le comunicó que no volvería a jugar y que le mandaba un
abogado para despedirle. El lunes siguiente Arteche fue a entrenar pero se le
impidió el acceso al estadio y se le comunicó la carta de despido. No volvería
a jugar al fútbol. Entabló una lucha en los Juzgados en la que ganó por
goleada: el club se vio obligado a indemnizarlo con nada menos que 66 millones
de pesetas. Fue un final triste e inmerecido pero al menos saldado con una
jugosa compensación económica.
Arteche nunca renegó de su devoción
por el Atlético de Madrid y dejó bien claro que una cosa era la entidad que se
lo había dado todo y otra su presidente, del que se convirtió en feroz crítico
en cualquier foro que se lo permitiera. Siempre gozó del reconocimiento y la
estima de los aficionados y es considerado como una de las referencias
históricas indispensables del Atlético, con más de 300 partidos oficiales. Con
el tiempo protagonizaría proyectos sociales importantes que utilizaban el
deporte como vía de escape a la exclusión social. Lamentablemente, un cáncer le
alcanzó fatalmente, a la temprana edad de 53 años y todo el Vicente Calderón
recordó la figura del gigantón que ocupó el centro de la defensa durante diez
años.