La llegada de Simeone al banquillo del Atlético de Madrid ha supuesto un nuevo episodio en la rotación continua de inquilinos del banquillo del Vicente Calderón desde un ya lejano junio de 1987 en el que Jesús Gil y Gil ganaba el último proceso electoral convocado por la entidad rojiblanca. El mundo del fútbol hispano nunca ha sido propicio a la estabilidad y menos de los entrenadores, pero de la mano del nuevo mandatario colchonero la histótica entidad capitalina se convirtió en un carrusel folclórico de dimensiones inusitadas.
La aventura del Gilismo comenzó con el “flaco Menotti” un filósofo del fútbol que tuvo el inmenso mérito de aguantar tres cuartas partes de la primera temporada de la nueva era atlética. Entonces se consideró un fracaso, pero el tiempo le convirtió en el técnico más longevo hasta que Luis Aragonés concluyó el ejercicio 91-92 completo. Desde el argentino toda una sucesión de entradas y salidas situaron al Atlético en el esperpento más radical: de Maguregui a Clemente, pasando por los ingleses Atkinson y Addison, el yugoslavo Tomislv Ivic, los argentinos Pastoriza, Heredia, Ovejero o Basile, el colombiano Maturana, el nacionalizado D´Alessandro, el brasileño Jair Perierira, rutilantes figuras “de la casa” como Briones o Emilio Cruz hasta concluir en el trienio de Radomir Antic, doblete incluido, para luego volver a la rueda prodigiosa; los italianos Sachii y Ranieri, Zambrano o Marcos Alonso, vuelta de Luis Aragones con ascenso de por medio, Gregorio Manzano (en dos etapas no precisamente exitosas), Ferrando, Bianchi, Pepe Murcia, Javier Aguirre, Abel Resino, Quique Sánchez Flórez o ahora Simeone.
A nadie le puede extrañar que tal carrusel coincido con una época más bien oscura de éxitos deportivos y la perdida como referencia de equipo grande. A fin de cuentas lo que convierte a una entidad en competitiva son unas señas de identidad que el Atlético tuvo grabadas a fuego durante no pocas décadas: un estilo de contragolpe sostenido en una defensa rocosa y en la presencia de centrocampistas de gran calidad técnica, un carácter luchador mantenido en las circunstancias más adversas fundamentado en la conciencia de ser un equipo grande, irregular pero casi siempre en el grupo de cabeza de las competiciones que disputaba, así como una tendencia a fichar en el mercado Sudamericano a buen precio y con un excelente rendimiento. Lógicamente tales referencias resultan incompatibles con un vaivén de técnicos y jugadores sin un perfil definido y amontonados sin ton ni son. De hecho hay un dato revelador del esperpento: en un periodo de veinte años se contrataron casi el doble de entrenadores que el Liverpoool o el Manchester United en toda su historia.
Algunas anécdotas de aquellos técnicos han pasado a la historia por lo jocoso de las mismas; así Menotti “era un vago que quería entrenar un rato por las tardes”, Maguregui “mitad hombre , mitad payaso”, Atkinson “vino de guapito y vividor a ligar bronce en Maspalomas”, Clemente era “cabezón y cabreaba al socio”, Peiró no sobrevivió a perder un Trofeo Carranza, Ivic “transmitía inseguridad”, a Jair Pereira “le habían matado al hijo y no estaba centrado”, Maturana “tenía un sistema que nadie entendía” D´Alessandro “se llevaba muy bien con los jugadores” o Alfio Basile “preparaba los partidos en la discoteca”. Hubo situaciones no menos cómicas como las del interino Briones, un entrenador de las categorías inferiores que actuaba de puente entre despido y despido que recibía instrucciones desde un walki-talkie del propio presidente para hacer alineaciones y cambios aunque asegurara que las tácticas las decidía él y sólo el (curiosamente le acompañaron los resultados) o del llamado “sargento Romerales” que prohibió a los jugadores ver el culebrón sudamericano Abigail , entonces en boga, por considerarlo poco masculino. Nada detenía el show a orillas del Manzanares aún con ocasionales títulos como las Copas del rey de comienzos de los 90 o el ya mencionado doblete.
En los cinco años anteriores a la llegada de Jesús Gil un solo entrenador se había sentado en la banqueta de local del Calderón: Luis Aragonés. En los cinco posteriores salieron a una media de tres entrenadores por año. En esto del cambio de técnico no se fue exclusivo ni excluyente: ahí están los sucesivos carruseles que, por ejemplo, el banquillo del real Madrid ha sufrido en los últimos años, pero si que es verdad que en pocas ocasiones una entidad deportiva ha conocido una variable tan familiar a todos los aficionados y periodistas: el convencimiento pleno que cada nuevo entrenador tenía las horas contadas. Se conoció la excepción del serbio Radomir Antic, héroe del ejercicio 95-96 que extendió su presencia al record de tres años completos aunque luego viviría dos regresos sencillamente calamitosos descenso incluido. En fechas más recientes Javier Aguirre completó dos temporadas y media hasta ser sustituido por Abel Resino.
En realidad esta inestabilidad permanente no es sino el trasfondo de la pérdida de esencias de una entidad que ya supera los cien años de existencia pero que ha devenido en irreconocible; la transformación de los clubes deportivos en sociedades anónimas ha resultado uno de los mayores fiascos de la historia del deporte español: si su objetivo era disminuir sus inmensas deudas lo que ha hecho ha sido aumentarlas de forma desmesurada amén de sustraer el control de los equipos de los aficionados los auténticos depositarios del sentimiento forjado a lo largo de los años. Cada temporada del Atlético comienza con una ingeniosa campaña publicitaria, aspecto en lo sin duda ha alcanzado un liderazgo único: la venta de humo