domingo, 5 de junio de 2011

SUPER DEPOR


El descenso del Deportivo de la Coruña consumado este sábado de mayo a buen seguro que ha dejado a muchos aficionados con una sensación de amargura que va más allá del partidismo futbolero. Posiblemente ningún otro equipo en la historia del fútbol español consiguió implicar más emocionalmente al aficionado medio, que el Deportivo de la Coruña que irrumpió a comienzos de los años 90 como una alternativa insólita al eterno poderío del Madrid y del Barca.
Se habían producido algunas revelaciones sorprendentes en la historia de la liga española como el Sporting de Gijón de finales de los 70 y comienzos de los 80, aunque no pudo culminar su aventura con títulos de postín y, sobre todo, la Real Sociedad bicampeona de comienzos de los años 80, aunque los donostiarras casi siempre habían sido un clásico de la `primera división, y las connotaciones políticas de la época hicieron cierto daño a su popularidad nacional. Pero la explosión de un habitual de la división de plata, creó en los aficionados de toda condición una adhesión emocional que se ha mantenido a lo largo de dos décadas aunque alcanzaría su máxima expresión en la primera mitad del último decenio del siglo XX.
Cabe situar el inicio de la aventura del Deportivo en 1988 cuando Augusto César Lendoiro alcanzó la presidencia del club. Lendoiro se había hecho famoso por su labor al frente de un equipo de Hockey sobre Hielo, el Liceo, cuyos triunfos llegaron a eclipsar al fútbol durante no pocos años. Entonces el Coruña deambulaba sin pena ni gloria en la segunda división y desde 1973 no conocía la máxima categoría. Un par de ascensos frustrados en las últimas jornadas habían dejado una pose pesimista en la afición y los jugadores, que tuvo como resultado la decadencia absoluta del equipo que, de hecho, se salvó de forma milagrosa de descender a Segunda B ese mismo año.
El nuevo dirigente diseñó entonces un curioso plan estratégico para el futuro: se denominó la teoría de los ciclos consistente en planificar periodos de tres años en los cuales se irían consiguiendo objetivos progresivamente más ambiciosos aunque, al mismo tiempo, realistas. Su primera fase estaba clara: consolidar al equipo en segunda el primer año, jugar la promoción el segundo y ascender el tercero. Con gran sorpresa para todos los plazos se cumplieron de forma precisa y en 1991 el equipo ascendió al fin. Parecía que el horizonte coruñés no iría más allá de jugar el papel de eterno ascensor con la máxima aspiración de consolidarse en la categoría. Pero el avispado dirigente coruñés tenía un nuevo trienio en mente: mantener la categoría el primer año, no pasar apuros el segundo y jugar en Europa el tercero.
A cualquiera que le hubiese contado el plan no podría haber dejado de sonreír maliciosamente. Pero lo que nadie contaba es con el trabajo de Secretaría Técnica mas prodigioso que uno pudiera haber imaginado, éste en definitiva no consistía en otra cosa que en fichar jugadores espléndidos a precios asequibles, el sueño de cualquier combinado. Con estas premisas aterrizaron el La Coruña dos brasileños inolvidables: Bebeto, un excelente goleador internacional con Brasil y Mauro Silva, acaso el mejor medio centro extranjero que haya conocido el fútbol español. Junto con ellos llegó un yugoslavo desconocido, líbero, que desde el inicio mostró una frialdad extraordinaria para mantener el orden en defensa y sacar el balón controlado. Su nombre era Miloslav Djuckic y el destino le depararía el momento más dramático de la historia de la liga. A estos nombres hubo que unirles dos más esenciales en la historia coruñesa: el extraordinario producto de la cantera Fran, un prodigio de calidad técnica, y el entrenador Arsenio Iglesias, un veterano curtido en mil batallas, auténtico jornalero del fútbol, fogueado en campañas meritorias en equipos modestos no suficientemente reconocidas y que consiguió al final de su carrera un inusitado reconocimiento.
Estos mimbres a los que se unieron poco a poco jugadores de excelente nivel pero rechazados por su equipos (Claudio, Aldana, Donato, Alfredo…..) configuraron un equipo que logró encaramarse a los primeros puestos de la tabla de la clasificación. Lo que se tomó como algo simpático al principio terminó por convertirse en un auténtico foco de poder futbolístico capaz de plantar cara con todas las de la ley a los dos tótems de nuestro fútbol. El aficionado medio no pudo menos que admirarse por tan tamaña transformación y recibió la hazaña coruñesa como un agradable soplo de aire fresco que le hizo ponerse la camiseta deportivista como segunda equipación de sus afectos futboleros. El simpático Depor se convirtió en Super Depor.
Incluso, para su desgracia, se vio adornado por la mística tan especial que siempre acompaña a los perdedores gloriosos, los ganadores morales que tanto abundan en la vida real. Era mayo de 1994 y el equipo de Arsenio había liderado con firmeza casi todo el campeonato. Y no ante un rival cualquiera, sino frente al Dream Team creado por Johan Cruyff. Aun así, y como era norma en aquellos años, un espectacular sprint final de los catalanes había dejado todo a decidir en la última jornada. Los blanquiazules jugaban en casa ante un peligroso Valencia, sin nada que jugarse pero adecuadamente primado, y debían de ganar para ser campeones. Las imágenes son recordadas por todos: minuto noventa empate a cero, penalti a favor del Coruña. Djuckic asume la responsabilidad, la cámara le enfoca, resoplando, en el instante más largo que jamás conoció el campeonato español y el primer plano más memorable que nuca se captó de un futbolista. Lanza, y para el portero ante la desesperación de jugadores y aficionados. El Barca era campeón otra vez. Fue el final más rocambolesco y cruel de liga que se recuerda y años más tarde fue incluso inmortalizado en literatura por el escritor Julio Llamazares en el excelente relato corto Tanta Pasión para nada.
La decepción no supuso una pérdida de status de la nueva potencia futbolística surgida de la nada. El tiempo le daría una pequeña revancha en la final de Copa el año siguiente ante el mismo Valencia, jugada en medio del chaparrón de agua más intenso jamás vivido en Madrid. Esta vez ganó el equipo de todos y Arsenio pudo retirarse por todo lo alto dejando tras de sí un legado que se mantendría durante no pocos años. Siguiendo cayendo clasificaciones europeas y llegando excelentes jugadores: Rivaldo , Djalmiña, Manjarín, Valeron, Molina…..y de la mano de Javier Irureta llegó la revancha de la infausta noche reseñada y en la última jornada de la liga 99-2000 cayó el ansiado campeonato. Para entonces ya no era el equipo cenicienta y sorprendente sino un bloque sólido en la élite y, además lleno de jugadores extranjeros. En pocas ocasiones el destino saldó de forma tan justa una deuda pendiente.
El técnico vasco consiguió además otros dos momentos memorables en la gloriosa historia contemporánea de Riazor. Uno en 2002, Estadio Bernabéu, día del centenario blanco. Eran los galácticos que dominaban Europa: Zidane, Raúl y Figo entre otros. Todo preparado para la fiesta del anfitrión. Pero los coruñeses no tenían intención de ir de meros observadores: hasta se atrevieron a ganar la final. El segundo fue en cuartos de final de la Liga de Campeones, en 2004, frente a un clásico del viejo continente y vigente campeón, el Milán de Kaká Gattuso o Pirlo. En la ida 4-1 para los milaneses. La vuelta se presumía un trámite algo farragoso. Pero se volvieron a marcar cuatro goles. Todos a favor del Depor.



La decadencia deportivista comienza con la `pérdida de la semifinal de Liga de Campeones de esa memorable edición. Jugando la vuelta en casa con empate a cero en la ida ante el Oporto de Mourinho, otro maldito penalti, ahora en contra, acabó con las esperanzas de la final. Luego el equipo ha ido perdiendo posiciones de forma inexorable. Las dificultades económicas han obligado a tirar de la cantera, el juego cada día ha ido a peor. El fantasma del descenso se ha hecho real en las últimas temporadas.
El destino ha vuelto a poner al Valencia como verdugo indeseado. Ha sido un sintomático fin de época. Con el descenso de los coruñeses concluye toda una aventura de más de veinte años jalonada de alegrías inmensas, momentos amargos y un recuerdo siempre inolvidable de los aficionados. Algo se nos ha ido el 21 de mayo de 2011.

EL FABULOSO MILAN DE SILVIO BERLUSCONNI


Desde mediados de los 80 se ha institucionalizado el empresario presidente de equipo de fútbol como respuesta a la casi siempre maltrecha economía de los mismos. Dinero y teórica gestión a cambio de popularidad social. Ecuación que en pocas ocasiones ha cuadrado d ela forma necesaria.
Hubo un caso, sin embargo, que puede estudiarse como referente del modelo señalado. Al menos, por una ocasión, los factores comercial y deportivo se fundieron de forma provechosa para crear una dinastía que dominó Europa durante casi una época.
Silvio Berlusconi era el rey de la tele basura italiana y casi europea. Como hombre ambicioso que siempre ha sido sabía que nada mejor que el fútbol para lanzarse al estrellato social y el reconocimiento, como trampolín necesario para sueños de grandeza que iban más allá de los negocios. Se daba la circunstancia que el club de sus amores era nada menos que un clásico del calcio, que encima estaba en horas más que bajas. A mediados de los 80 el Milán estaba bajo la omnipotente sombra de la Juventus de Angelli e incluso empezaba a someterse a nuevas potencias en ciernes como el Nápoles de Maradona. Berlusconi tenía dinero de sobra para afrontar fichajes de postín y relanzar la titubeante nave milanista, pero necesitaba de un liderazgo sólido desde el banquillo para cumplir sus objetivos.
Contra todo pronóstico su elección recayó sobre un absoluto desconocido: Arrigo Shacchii carecía de carrera como jugador de élite y su experiencia en banquillos se limitaba a la Serie B italiana. Entonces Italia estaba dominada por la sombra de dos leyendas: Enzo Bearzot , técnico de la selección italiana campeona del mundo en el 82, y Giovanni Trappatonni, el eterno campeón de la Juve, ambos representaban la esencia labrada por Helenio Herrera dos décadas antes: el triunfo del catenaccio más como filosofía existencial que como forma de juego.
Sacchi no tenía curriculum y sólo una amalgama de conocimiento teóricos acumulados por años de obsesiva observación. Fue tomado a chirigota y más aún cuando los resultados no le acompañaron al comienzo. Pero el presidente ratificó (esta vez de verdad) su confianza en el técnico y éste pudo llevar adelante sus ideas revolucionarias: si la defensa cerca de la portería y los marcajes al hombre eran indiscutibles, él la adelantaba casi al medio del campo y establecía la zona como condición indispensable. Si esperar para sorprender a la contra había creado a los campeones de los últimos años, su equipo debía llevar la iniciativa en todo momento. Si los delanteros solían estar liberados de funciones defensivas, para el Milán la presión empezaba en campo contrario.
Tamaña herejía necesita de actores muy dotados para tan complicados roles. El talonario de don Silvio trajo consigo a tres holandeses jóvenes, atléticos, técnicamente prodigiosos y llenos de ambición: el elegante defensa Frank Rijkaard, el omnipresente Rutt Gulitt y el asombroso delantero Marco Van Basten. A este cartel de lujo se le unieron los mejores jugadores italianos de la época con tres nombres propios con una fuerza especial. Marco Baresi se convirtió en el paradigma del defensa con recursos y del líder en el campo, nadie ha interpretado como él el fuera de juego, ni ha manejado los partidos con su solvencia. Un joven lateral izquierdo, Paolo Maldini, inició su inolvidable carrera demostrando que los mejores pueden combinar capacidad defensiva y de ataque con plenas garantía. Y Carlo Ancelotti oxigenaba el centro del campo permitiendo el desarrollo del talento de los holandeses.
En un fabuloso sprint final el Milán conquistó el Scudetto 87-88 y así pudo afrontar su gran desafío: la vieja Copa de Europa. Para ello tuvo que sortear eliminatorias complicadas solventadas con más apuros de los esperados hasta que en semifinales tuvo su reválida: el Real Madrid de la Quinta del Buitre que seguía su obsesiva y a la postre infructuosa búsqueda del máximo entorchado continental. Eras épocas en las que el Bernabéu se había creado una merecida fama de feudo inexpugnable del que salían goleados todos los equipos que lo pisaban en miércoles europeo. El viejo vecino de los milanistas, el Inter, había sufrido en sus carnes hasta en cuatro ocasiones en los años 80, la voracidad blanca para sus rivales. También equipos de renombre europeo como el Anderlech y el Borussia de Monchedglabdag padecieron memorables remontadas en lo se llamó el “miedo escénico”. Pero la calidad no conoce de complejos. En una noche inolvidable los milanistas, simplemente, barrieron a los blancos que milagrosamente consiguieron empatar a uno aunque el árbitro anuló un gol legal a los italianos. Pero la vuelta no hizo confirmar de forma estridente la diferencia abismal percibida en el feudo blanco, en esta ocasión el marcador sí reflejó lo acontecido en el terreno de juego: un expresivo 5-0 abrió a la obra de Shachii a la final del Camp Nou en donde despacharon sin contemplaciones al voluntarioso Steaua de Bucarest.



El dominio milanista en Europa fue casi absoluto hasta 1995. En siete años conoció cinco finales de la máxima competición continental con tres títulos teniendo en cuenta que en la edición de 1992 (la primera que ganó el Barca) no participó por sanción. En realidad no dominó el calcio hasta la llegada de Fabio Capello, el sucesor de Shacchi, en ese mismo año. Más que el triunfo de un equipo fue el de un sistema y una forma de entender el fútbol como un trabajo colectivo que implicaba a todos y cada uno de los miembros del plantel desde los más talentosos a los menos dotados. Las estrellas debían de trabajar como los primeros y el orden táctico adquiría condición de regla de oro.
Todo entrenador destacado del fútbol contemporáneo bebió de las fuentes de aquel gran equipo. Hasta cierto punto el modelo milanista otorgó al míster un predominio que antes tenían los jugadores. Y eso que el Milán se hartó a tenerlos destacados. Pero su disciplina prusiana resultaba demasiado atractiva a los ojos de los comentaristas más avezados que identificaron a los rossoneros como la sociedad paradigmática del balompié europeo, todo en ellos parecía perfecto. A la salida de Sachii le seguía la entrada de un hombre de la casa que siguió la senda de éxitos por la misma línea y la decadencia y retirada de los tres magos holandeses se cubría con estrellas como Savisevic Desaylly o Geeorge Weath y los viejos hombres de la casa como Baresi o Maldini parecían eternos. Nada alteraba el perfeccionismo de la obra
El otro gran equipo español de la época, el Barcelona formado por Johan Cruyff, también sufrió en sus propias carnes la capacidad milanista en los grandes acontecimientos. Fue en la final de Champions del 94. Los culés llegaban a la gran cita borrachos de éxito: apenas unos días antes había caído la cuarta liga consecutiva. Nadie jugaba como aquel Barca que vivía la plenitud de sus estrellas extranjeras: Stoikov, Koeman, Laudrup y Romario. El holandés fue de sobrado a la gran final. Proclamó sin dudarlo la superioridad y el favoritismo de su equipo y mostró su plena confianza en la suficiencia de sus recursos ofensivos. Por su parte, los milaneses callaban agazapados y atemorizados por la ausencia de su gran capitán Baresi, algo siempre inquietante cuando enfrente se tiene a un adversario con un inmenso potencial ofensivo. Pero el desarrollo de la final no dejo nada más que una nueva exhibición del cuadro lombardo que en una memorable noche dio al traste con la arrogancia culé. En pocas ocasiones un rival con la calidad de los azulgranas ha sido desbordado de la forma tan explícita como lo fue en esa final. Un enorme despliegue físico y táctico, adornado con la enorme calidad de una plantilla, completó un baño de los que hacen época. No hubo mejor forma de cerrar un periodo memorable del fútbol europeo.

MAGIC VS BIRD


El mundo del deporte ha necesitado siempre de grandes rivalidades para conseguir atraer la tracción del espectador. La NBA de nuestros días hunde sus orígenes en el duelo deportivo de Magic Johnson y Larry Bird, que con su llegada a la liga en 1979 transformaron el campeonato en un espectáculo mediático y deportivo de primer nivel.
El destino quiso que los dos aterrizaran en los equipos más antagónicos posibles. Los Lakers de Los Ángeles y los Celtics de Boston. Dos eternos rivales que retomaron en los 80, toda la animadversión surgida en los 60. Pero había un matiz muy importante que daba al conflicto una dimensión más dramática: siempre hasta la fecha los Celtics se llevaban el gato al agua. En nada menos que siete finales los Bill Rusell, Bob Cousy o Sam Jones habían batido a nombre legendarios del basket americano como Elgin Baylor, Wilt Chamberlain o Jerry West. En realidad hasta la llegada de Magic, los californianos habían tenido estela de perdedores: apenas un título de diez finales disputadas. El descomunal Abdul- Jabbar, llegado desde los Bucks de Milwakee, no consiguió rematar sus grandes cualidades hasta que al genial base de Michigan se fueron uniendo nombres tales como Norm Nixon, Jamal Wilkes, James Worthy, Michael Cooper o, posteriormente, Byron Scott. Los anillos de campeón de 1980 y 1982 acabaron con la leyenda negra de los propietarios del Forum.
Boston, por el contrario, representaba la estirpe de ganadores más clásica del deporte americano. Ninguna escuadra de ningún deporte había dominado su competición como lo hicieron los célticos en los 60 con 8 títulos en 9 años. El mítico Boston Garden vivió dos títulos más en los años 70 y superó la crisis de finales de esa década con la llegada del mago de Indiana, al que pronto acompañaron dos súper clases: el ala-pivot Kevin Machale y el center Robert Parish que pusieron las bases para el anillo de 1981 ante los Houston Rockets.
Cuando Magic o Bird llegaron a la NBA, la competición perdía dinero, las televisiones apenas mostraban interés en ella y los pabellones se vaciaban con más facilidad de la deseada. Su rivalidad (forjada en el baloncesto universitario en una inolvidable final de 1979) atrajo la atención del público al instante: Magic era un astro de color que olía a campeón por los cuatro costados:; medía 2,04 una estatura inusual para un base, tenía una pasmosa facilidad para las asistencias imposibles y una capacidad para el juego de contraataque nunca vista, su eterna sonrisa mostraba a un ganador que se divertía jugando y hacía disfrutar a sus compañeros y rivales. Bajo su batuta los Lakers crearon una estilo único por espectacular y efectivo que la prensa y afición denominaron de forma significativa “show-time”: rebote de Jabbar, pase a Magic, contra a toda pastilla, asistencia medida a Jamal Wilkes o James Worthy y canasta a cada cual más espectacular. La cancha de los Lakers se convirtió en el inicio de la noche Hollywoodense: astros como Jack Nicholson, Dyan Cannon o Rod Stewart ponían un envoltorio glamuroso que el espectacular juego del equipo se encargaba de rematar. Y, para colmo, el director de orquesta de tan talentoso grupo resultó ser el más elegante entrenador que jamás vieron los tiempos: Pat Riley, casi una estrella más.
Bird y sus amigos eran la némesis de los argelinos: frente a la capacidad física y velocidad endiablada de los Lakers, los Celtics de los 80 desarrollaron un juego de ataque estático tremendamente efectivo, con una perfecta coordinación liderada por Bird. Con el poderío bajo tableros de Parish y Machale se aseguraban los rebotes defensivos y un buen puñado de segundas opciones en ataque; las variantes ofensivas del alero blanco eran primorosas: a un demoledor tiro de larga distancia se le unía una capacidad de pase asombrosa que le permitía encontrar siempre al compañero mejor desmarcado en los casos en los que él no encontraba la posición ideal. El Boston Garden no tenía el oropel del Fórum, pero en él se olía a buen baloncesto, a tradición ganadora. Sus entrenadores Bill Fich y K.C Jones eran lo opuesto a Riley: representantes de la vieja escuela al servicio de una franquicia mítica.
Hubieron de pasar cinco años hasta que se encontraron en las finales ya que una notable potencia baloncestística dominó la conferencia este al comienzo de la década: los Seventy Sixers de Julius Erving, Bobby Jones o Andrew Toney, batieron a Boston en las finales de la conferencia del 80 y el 82, pero cedieron ante el talento de Jabbar y Jonhson en las finales. Sólo una pieza les hacía falta para dar el salto al anillo: un pívot poderoso y dominador, y como quiera que lo encontraron en la figura de Moses Malone el resultado no pudo ser otro que el campeonato del 83 con un colofón memorable: nada menos que 4 a 0 a los Lakers en la final.
Pero aquella gran escuadra cayó en la decadencia y la veteranía autocomplaciente y en 1984 el camino estaba despejado para la gran final entre el genial base y el insaciable alero. Los Celtics consiguieron traer un director de juego de garantías en la figura del veterano Denish Johnson, el antídoto adecuado para compensar la potencia de los Sixers en la retaguardia, e incluso plantarle cara en la medida de lo posible a Magic, y con la definitiva explosión del escolta Danny Ainge conformaron un quinteto inicial de ensueño que accedió a las finales durante cuatro años consecutivos. A los Lakers se incorporó el escolta Byron Scott que llegaría ser pieza clave del engranaje ofensivo de su equipo y James Worthy confirmó su condición de súper-clase en su segundo año como profesional.
Fueron las series finales posiblemente más memorables de la historia. Los Lakers pudieron dejar sentenciada la final en los cuatro primeros encuentros, pero perdieron los partidos segundo y cuarto en los instantes finales con errores impensables: James Worthy falló un pase cruzado en el Garden que provocó la prórroga cuando su equipo ganaba 111-113 y caminaba hacia el 0-2, y Magic Johnson desperdició dos tiros libres en los últimos minutos del cuarto partido que permitió un nuevo empate a los bostonianos cuando habían sido humillados en el tercero por 137 a 103. En el quinto encuentro Larry Bird, que había arengado a los suyos cuando las cosas iban mal (“jugamos como un atajo de nenazas” declaró tras la hecatombe del tercer partido”), encestó 15 de 20 lanzamientos y puso a su equipo en ventaja que mantuvo en el séptimo encuentro que decidió, una vez más, la serie en favor de los Celtics. Bird fue declarado MVP de las finales y Magic fue calificado como “Tragic” por sus errores en los momentos decisivos.



Los argelinos buscaron venganza y acabar con su maleficio en las finales del 85. Pero el comienzo no pudo ser más desesperanzador: nada menos que una derrota por treinta y cuatro puntos en el `primer partido de las series. Pero entonces surgió una figura ajena a Bird y Magic que se reveló contra el destino. El entonces casi cuarentón Abdul- Jabbar había vivido dos derrotas en las finales ante los verdes del Garden y no estaba dispuesto a vivir una tercera. En una serie memorable lideró a su equipo a cuatro victorias en los siguientes cinco encuentros rematando la faena con la victoria 100-111 en el Boston Garden que acababa con dos décadas de derrotas y frustraciones. La imagen de Jabbar alzando los brazos tras encestar uno de sus clásicos ganchos que decidía el sexto encuentro supuso una instantánea que representaba el cambio de era acontecido.
La magia de la rivalidad Magic- Bird tuvo su último episodio en 1987. En esta ocasión las fuerzas ya no estaba igualadas: los californianos vivían su mejor momento de su década mágica y las grandes épocas de los bostonianos (tras el título de 1986) empezaban a tocar a su fin. La veteranía de la plantilla, una racha de lesiones inagotable, la muerte de la gran promesa Len Bias por sobredosis y un banquillo de pocas garantías habían provocado un recorrido tortuoso (victorias agónicas por 4-3 ante Milwaake y Detroit) que sólo había resultado posible por la casta de campeones de sus figuras. Aún con tal desequilibrio de fuerzas la serie discurría con un ajustado 2 a 1 en el cuarto encuentro y una ventaja de 16 puntos de Boston en el mismo. Pero Worthy y Magic comenzaron el sendero de la remontada y los Lakers llegaron a ponerse por delante 103 a 104 a pocos segundos de la finalización tras una mágica asistencia de Johnshon a Jabbar, una más. Pero Bird no ha dicho su última palabra: en una muestra de talento asombroso para zafarse de su defensor deja atrás a Worthy y da un pasito detrás de la línea de triple desde la que suelta un torpedo al corazón de los Lakers: 106-104 con treinta segundos por jugarse. Entonces Jabbar fuerza una falta, mete el primero, falla el segundo y la pelota sale por línea de fondo impulsada por un céltic que no ha podido hacerse con el rebote. Balón a Magic que desde la línea de fondo encara a Machale (un 2,13 nada menos) se acerca a la canasta y desde cuatro metros suelta un gancho que se introduce en la canasta oponente: 106-107 y apenas tres segundos. Tiempo muerto de Boston, apenas da para un tiro en difícil posición pero Bird va a intentar de nuevo lo imposible y está a punto de conseguirlo, de forma increíble logra atrapar el pase bombeado de Denish Johnson y lanzar un triple estratosférico que, sin embargo, da en el hierro de la canasta y no entra por muy poco.



Los Lakers ganarían 4 a 2 y al año siguiente sumaron su siguiente anillo de la década mágica de la NBA, en una final agobiante contra los nuevos amos del campeonato antes de la explosión de Michael Jordan: los Pistons de Detroit. Los amarillos fueron el equipo de la década seguido de cerca por los Celtics de Bird y entre los dos sumaron nada menos que seis trofeos al mejor jugador del año y otros seis al mejor jugador de las series finales.
El tiempo daría otras figuras al menos tan buenas como Bird o Johnson empezando, lógicamente, por el mismísimo Jordan, que superó a los dos héroes de la década de los 80, luego vinieron Akeem Olajuwon, Tim Duncan, Saquile O´Neal o Kobey Bryant, pero con todo su inmenso talento, su influencia no puede compararse a la del “pájaro-mágico”

FERNANDO MARTIN: LA LEYENDA DEL PIONERO


Hoy la NBA nos resulta algo cercano y cotidiano. Algunos de nuestros mejores jugadores juegan allí y hasta contamos con un doble campeón de la misma. Las noticias que llegan de América se insertan en un mundo globalizado y conectado por Internet y con la mayor naturalidad consultamos en el mismo día los resultados de los partidos.
Pero hubo un tiempo en el que ese mundo de la canasta norteamericana era lejano, muy lejano. Era algo que uno percibía en la entonces televisión de dos canales, de forma esporádica, casi como un regalo. Llegaban noticias de nombres míticos como Larry Bird, Magic Johnson, Julius Erving o Michael Jordan. Se visionaba un partido a la semana en el programa “Cerca de las estrellas” que presentaba Ramón Trecet, se leían referencias en las páginas finales de la revista “Gigantes del Basket” y se pensaba que era algo sencillamente inalcanzable para cualquier jugador europeo y no digamos español.

Un hombre atrevido dio el gran paso de abandonar su confortable vida de estrella deportiva en España para adentrarse en la aventura americana. Se llamaba Fernando Martín y tomó una de las decisiones más sacrificadas de la historia del deporte español: cambiar la titularidad del mejor equipo de España, la selección española y el estrellato social por el banquillo de los Portland Trail Blazers, la mitad de sueldo y una aburridísima vida en una ciudad perdida del Oeste americano.
No eran ni son tiempos de aventuras arriesgadas y menos cuando afecta al tema económico. Pero el carácter casi cósmico que la mejor liga del mundo tenía por aquellos años hace de dicha experiencia de apenas una temperada un hito en la historia del deporte español. Fernando Martín fue el James Dean de nuestra historia deportiva: vivió a toda velocidad, triunfó rápido y murió pronto, demasiado pronto, y de la misma forma trágica y absurda que el astro de los cincuenta. Todo en él fue intenso, su carrera meteórica, su forma de afrontar los partidos desde la más feroz competitividad, sus deseos de dar el salto a la liga de los realmente grandes, su estratosférico sueldo en su vuelta a España y su trágico desenlace una lluviosa tarde del 3 de diciembre de 1989.
Martín fue uno de los símbolos de la explosión del deporte de la canasta en la década de los 80 en España. En un país monopolizado por el futbol prácticamente desde la postguerra, la obtención de la medalla de plata en las Olimpiadas de los Ángeles en 1984 trajo consigo el repentino interés de la juventud española por un juego que encima permitía reproducir en otro ámbito el sempiterno duelo Madrid- Barcelona, toda vez que la sección de baloncesto del club catalán conoció de su primer periodo de esplendor deportivo a comienzos de la citada década. De repente se hablaba de Epi, de Corbalán, de Solozábal, de Iturriaga, de Sibilio, de Romay, de Villacampa, de Jiménez, de Margall……y sobre todo de Fernando Martín, con Epi el máximo referente de esa primera generación de oro de baloncestistas hispanos. Los patios de los colegios empezaban a llenarse de chavales deseosos de jugar, las radios empezaron a crear carruseles deportivos con la jornada de baloncesto los sábados por la tarde, la televisión daba regularmente partidos los fines de semana y la sociedad empezó a darse cuenta que tal y como habían ya demostrados figuras como Manolo Santana, Ángel Nieto o Severiano Ballesteros existían horizontes deportivos, más allá de los campos de fútbol, en esta ocasión desde el deporte colectivo.



Lideró el último gran equipo de la laureada sección de Baloncesto del Real Madrid. De 1981 a 1986, año en el que partió hacia América, la escuadra dirigida por Lolo Sainz logró ganar cuatro ligas, dos Copas del Rey, una Recopa de Europa y un Mundial de Clubes. Palmarés esplendoroso no completado con la Copa de Europa, sin embrago, dada la explosión en aquellos años de la némesis madridista que el tiempo se encargaría de mezclar (y a todos los niveles) con la trayectoria del Real Madrid y del propio Fernando Martín: Drazen Petrovic y su Cibona de Zagrebz. Martín fue un prodigio de cualidades físicas (sus primeros pasos fueron orientados al Balonmano) que revolucionó el puesto de pívot en España, que había conocido de precedentes notables como Rafael Rullán o Clifford Luik: el madrileño era capaz de batirse el cobre con los poderosos centers americanos y en sus mejores días podía tener estadísticas de más de veinte puntos y diez rebotes, podía correr el contraataque con una soltura notable y, sobre todo y ante todo, tanto sus compañeros como rivales coincidían en resaltar su principal cualidad: su instinto ganador que le hacía ser el profesional más extremadamente competitivo que uno podía encontrase en una cancha.
Dos imágenes pueden lustrar ese carácter indomable: en las semifinales de la copa del rey de 1985, el Real Madrid perdía por 9 puntos a falta de apenas dos minutos frente al Cai Zaragoza de Manel Comas. Se jugaban en un Palau Blaugrana casi desierto por el elevado precio de las entradas, de tal manera que las instrucciones de los entrenadores eran escuchadas por todo aquél que lo quisiera. Tiempo muerto de Lolo Saiz, a la desesperada, para salvar un partido que se escapaba a marchas forzadas. En ese tiempo muerto se puede escuchar claramente al pívot blanco “Tranquilo Lolo, esto está ganado”. Acto seguido Martín encesta un increíble triple que inicia la en principio improbable remontada blanca. Los zaragozanos se dejan intimidar por la reacción y terminan perdiendo en la prórroga.
La otra escena también acontece en Barcelona. Final de la ACB 88-89 la llamada liga de Petrovic. Concentración del Real Madrid para el segundo partido de la final contra, cómo no, el Barcelona, resultado del primer duelo: 94-69 para los culés. Martín tiene la espalda maltrecha, casi irrecuperable. El pesimismo se ha apoderado del equipo blanco, nadie confía en la victoria porque está casi confirmado que el madrileño no juega. Es la hora de la comida, se abren las puertas del comedor en donde se encuentran los Petrovic, Rodgers, Llorente, Biriukov y compañía y aparece Fernando Marín con una frase lacónica “A ver pringados yo no me he levantado para perder”. Resultado del segundo partido: 81-88 con participación del mismo hombre cuyo concurso se había dado por imposible.
Fueron dos momentos recordados de una trayectoria excelsa, parada en seco por un guiño absurdo del destino. Pero quedará siempre su legado de valentía, de ser el primero en cruzar el charco y probar fortuna en la tierra de los mejores. Esa misma tierra, la de las oportunidades, no le dio muchas a uno de los mejores jugadores de la historia de España. Pero su atrevimiento en lograr lo considerado entonces imposible bien merece el reconocimiento póstumo para uno de los grandes deportistas que hemos tenido jamás