Hay jugadores grabados de forma especial en el recuerdo de los aficionados. Unos por su calidad, otros por marcar goles en momentos decisivos, algunos por su carácter y incluso por determinados rasgos no siempre tangibles. Cuando una entidad cuenta con más de cien años de historia y por sus filas han pasado peloteros de toda índole y un buen puñado de excelentes jugadores, encumbrarse a ese pedestal de los ídolos más recordados no está al alcance de muchos.
En el Atlético de Madrid ese santoral merece ser ocupado por los héroes del periodo 1959-1977 sin duda alguna el más exitoso de la historia del club, o incluso por estrellas ya muy lejanas como Adrián Escudero y otras más cercanas como Kiko, Caminero o Futre. Pero por encima de ellos se sitúan un central aguerrido y luchador que durante una década ocupa un lugar esencial en la historia rojiblanca. Y no es otro que Juan Carlos Arteche.
No fue la sutileza ni la calidad técnica lo que caracterizo a este defensa central de casi 1,90 que dio sus primeros pasos en primera división en el equipo de su tierra natal: el Racing de Santander. Pertenecía a una generación de de centrales que dejaba bien claro desde el comienzo del partido que las bromas no iban con ellos: Benito, Goikoechea, Migueli o Alexanco son buenos ejemplos de ello. Eran época de marcajes individuales y delanteros-tanque, de estrellas liberadas de toda responsabilidad defensiva y medios centros más creadores que destructores. El defensa se encontraba solo ante el peligro ante la embestida rival y su opción estaba clara: había que detener al contrario a cualquier precio.
Arteche no fue más duro (aunque lo fue y mucho) que muchos compañeros de generación y él mismo sufrió en sus carnes ese concepto racial del fútbol:un rival del Santurce, en categoría regional, le rompió el tabique nasal de un codazo dejándole una marca de por vida en forma de nariz de boxeador que le daba un aire más inquietante todavía; sin embargo su trayectoria puede catalogarse como modélica en la medida que supo partir de orígenes muy limitados para ir mejorando poco a poco hasta convertirse en un referente defensivo no sólo del Atlético, sino del propio fútbol español de los 80. Nadie juega 308 partidos en un club puntero como el rojiblanco de entonces y llega a la selección con 29 años siendo sólo un leñero. Aún más sus mejores momentos mostraron un jugador solvente en el manejo de balón además de una gran capacidad rematadora en córneres y faltas que valieron no pocos puntos decisivos.
Su identificación con la masa social fue inmediata y se extendió durante casi toda su trayectoria. En realidad su presencia atrás resultaba imponente, parecía ocupar todos los espacios posibles y su regularidad le hizo un fijo de casi todas las alineaciones. Comandó una generación de jugadores solventes, sin la calidad o suerte para grandes éxitos, pero que mantuvo al equipo con dignidad en los primeros puestos del campeonato, jugando finales de Copa del Rey y Recopa y manteniendo su status de equipo grande en circunstancias nada fáciles. No eran tiempos boyantes (en realidad nunca lo han sido) para la tesorería atlética: las dificultades económicas obligaban a traspasar a estrellas como Dirceu o Hugo Sánchez y referentes nacionales como Marcos o Julio Alberto y la cantera actuaba como tabla de salvación con la subida de Mejías, Julio Prieto, Marina, Pedraza, Ruiz, Clemente o Tomás. Aun cuando el santanderino no se habría criado futbolísticamente en el Manzanares, pronto se convirtió en uno más de la tribu, acaso el gran jefe por su entrega sin fin, su fiereza en el campo y su amor por unos colores que le habían dado tanto.
Una imagen deja bien claro la leyenda del cántabro. 6 de noviembre de 1983, estadio Vicente Calderón, lluvia, partido trabado y movido y 2-3 a favor del Betis de Gordillo, Rincón y Calderón. Minuto 86, córner a favor de los locales, Arteche entra a por todas y empata el partido. Llega el tiempo de descuento, nuevo saque de esquina en medio del patatal lleno de barro en el que se ha convertido el terreno de juego, camisetas manchadas luchan a muerte por un espacio en el área pequeña. De entre todas ellas emerge una figura inmensa que empalma otro testarazo que da la victoria al Atlético ante el delirio de la grada. En su caída al suelo el gran 4 se rompe el menisco. A nadie presente en el estadio esa tarde se le pudo olvidar ese final, entonces no existía Canal Plus, ni el fútbol de pago. Eran jornadas de domingo y transistor y de espera impaciente al “Estudio Estadio” de la noche.
También capitaneó la defensa en la Copa del Rey y la Supercopa de 1985, sus únicos títulos y en aquella gran trayectoria que la Recopa de 1986 en la que los pupilos de Luis Aragonés ganaron nada menos que todos los partidos disputados fuera de su feudo (ante Celtic de Glaslow, Bangor City, Estrella Roja y Bayer Uberdingen) poniendo en práctica su famoso y letal contragolpe: despeje de Arteche, contra impulsada por Landáburu pase al extremo Quique Ramos, asistencia a Cabrera o Da Silva y gol. Para desgracia de toda una generación en la final se encontraron con una de las máquinas futbolísticas más efímeras y perfectas de casi todos los tiempos: el Dinamo de Kiev de Oleg Blojín no dio la más mínima opción a los atléticos. Casualidades e injusticias de la vida ; un combinado bastante más olvidable se alzó con la Europa League hace poco más de un año habiendo ganado sólo dos partidos en eliminatorias previas, superando tres de ellas por el doble valor de los goles en campo contrario y batiendo en la prórroga en la final a un modesto combinado inglés (el destino, sin duda, siempre cuenta)- Y también desde la defensa comandó dos legendarias goleadas rojiblancas en el Bernabéu, 0-4 en 1985 y 1987 cuando la victoria rojiblanca en el derbi no pertenecía al género de la ciencia-ficción.
Pero dos actuaciones puntuales de su vida, ya fuera de los terrenos de juego, engrandecieron aún más su figura. La primera fue su valentía y dignidad ante el peculiar y deleznable déspota que ocupó la poltrona rojiblanca en 1987. Nunca es tarea fácil rebelarse ante el abuso y el nepotismo pero quien había sorteado mil y una dificultades en el terreno de juego y en su vida (fue huérfano de padre desde edad muy temprana) no iba a ceder fácilmente. El precio que pagó fue un despido improcedente y una atronadora victoria en los juzgados.
La segunda fue aún si cabe más encomiable. Su manera de enfrentarse a una terrible enfermedad detectada a la temprana edad de 53 años. Arteche se presentó en “El larguero” ya entrada la madrugada y comunicó a todos su desgracia; pero con humor y entereza dijo estar dispuesto a presentar batalla. “O gano al bicho o él me come” soltó en directo con frialdad. Se mostró como alguien cercano, valiente, dispuesto a afrontar su destino con la fortaleza necesaria para que aquellos que le rodeaban no sufrieran. El bicho al final ganó el partido, pero lo que nadie le quitó fue el dejarse la piel hasta el último minuto y no amedrentarse ante él como no lo hizo ante Santillana, Maradona, Kempes o Quini, como solía hacer el equipo cuyos valores mejor representó.