El inestable y cambiante mundo del fútbol suele producir figuras transitorias, tan fácilmente alagadas como inmediatamente fustigadas por motivos relacionados con la necesidad de atención mediática, de dar a la gente ídolos de barro fácilmente digeribles en poco tiempo.
A comienzos de los años 90, Europa seguía conmocionada con la revolución táctica del Milan de Arrigo Sacchi. La figura del entrenador empezó a tener gancho comercial y la imagen del entrenador italiano tenía todos los elementos necesarios para una buena historia: la del desconocido que partiendo de la nada conquistaba el panorama futbolístico ante el deslumbramiento general. Sacchi era hijo de un zapatero y su obsesión por el fútbol le había llevado a crear un universo propio que cuando se le dio la oportunidad de aplicarlo en uno de los grandes de Europa, se tradujo en títulos y fascinación por la rigurosidad táctica y estratégica que su triunfante Milán mostraba.
Empezó entonces una búsqueda de clones del italiano, sin más objetico que localizar al estratega genial que aportase novedades en los terrenos de juego. Los ojos se centraron al principio en Francisco Maturana, entrenado colombiano de verbo fácil y buena venta de su producto. Pero en España, la búsqueda se situó en un lugar de la La Mancha, con un equipo sin ninguna tradición, el Albacete, que protagonizó una escalada prodigiosa de Tercera División a Primera bajo la batuta de una entrenador de curioso nombre: Benito Floro.
El debut de los manchegos en Primera División, en la temporada 91-92 s esaldó con un sobresaliente sin paliativos. De hecho el propio Floro era docente de profesión y comenzó en el fútbol como un hobby. Aficionado al estudio científico del juego supo dar al recién ascendido un orden sobre el campo lo suficientemente cuajado como para asegurar la permanencia sin apenas apuros. Floro aportaba algunas novedades significativas: una tesis sobre la importancia del saque de banda, el posicionamiento riguroso de todos y cada uno de los jugadores y hasta la estrambótica presencial de un psicólogo. Su curioso nombre y esa pretendida aplicación de la rigurosidad científica a un modesto le convirtieron en una estrella mediática de la noche a la mañana. Era el hombre del milagro, el que había situado al modesto Albacete en el primer plano de la actualidad futbolística nacional. En definitiva el Sacchi de La Mancha.
No corrían buenos tiempos en el Real Madrid. Se había perdido una Liga casi ganada en el último partido de Liga en Tenerife. Una semana mas tarde el Atlético le ganaba la final de Copa del Rey. Era el segundo ejercicio de la Quinta sin trofeos y el Presidente, Ramón Mnedoza, estaba asiendo cuestionado. Pensaron los directivos blancos que fichar al entrenador de moda calmaría las críticas y daría una nueva dimensión a una plantilla que empezaba a ser veterana. Floro aterrizó en el verano del 92 en medio de una gran expectación pero con un sector de la prensa dispuesto a derribarle con la misma celeridad que le había encumbrado. Ya no entrenaba al simpático Albacete, sino al todopoderoso Real Madrid. Sus innovaciones serían miradas con lupa y los resultados marcarían su destino. Como cualquier entrenador, pero en él se daba la particularidad de que pasaba por un revolucionario, y cuando éstos fallan la piedad no suele tener cabida.
Lo cierto es que su primera temporada fue realmente meritoria, mucho más de lo que se quiso reconocer. Tenía enfrente al Barça de Cruyff en su mejor momento y encima la Liga empezaba con clásico en el Camp Nou. No poca gente vaticinaba goleada, pero el resultado fue un ajustado 2-1. Pronto arreciaron las críticas a sus métodos: las filtraciones sobre la labor del psicólogo empezaron a provocar no pocas mojas en los entonces potentes espacios nocturnos deportivos. Derrotas humillantes como la sufrida en Vallecas o el la U.E.F.A ante el París Saint Germain , provocaron no pocas solicitudes de cese. Pero en la segunda vuelta del campeonato el equipo se entonó y lucho codo a codo con los culés por la Liga. Se llegó a la última jornada de Liga con un guión muy parecido al del año anterior: visita del Madrid a Tenerife en donde sólo le valía la victoria ya que el Barça jugaba en casa ante la Real Sociedad. La historia se repitió y la Liga voló, de nuevo, a Barcelona; pero en la derrota de los blancos tuvo una importancia capital el colegiado, Gracia Redondo, que no señaló dos penas máximas en el área local. Y eso con un equipo muy inferior al de Laudrup y Stoikov, en el que su gran esperanza, Robert Prosieneski, pasaba más tiempo lesionado que en el terreno de juego, donde tampoco rendía lo que de él se esperaba.
Entre medias se ganó la Copa del Rey al Zaragoza en Valencia, acabando con la sequía de títulos y en semifinales los de Floro consiguieron lo que en esas épocas pertenecía al mundo de la utopía: una victoria en el Camp Nou, en memorable tarde de Míchel y Zamorano. Pero la decepción de la segunda Liga entregada al máximo rival pesaba demasiado y el segundo año empezó de la peor forma posible: con tres derrotas consecutivas.
El ocaso de algunos miembros de la Quinta y la escasa aportación de los extranjeros (Zamorano, Prosieneski, Vítor) sumergió al equipo en una mediocridad rampante. Floro no supo reconducir la situación y firmó su sentencia cuando las cámaras de Can al Plus le sorprendieron en una descomunal bronca a sus pupilos en Lleida en el descanso de un calamitoso encuentro que los madridistas perderían por 2-1. Los exabruptos proferidos para “motivar” a sus jugadores incluían algunas frases blasfemas y, aunque no fueron pocos los entrenadores que criticaron esa intromisión en la intimidad de la labor de un entrenador, su cese estaba cantado. El gran innovador era ahora vilipendiado y ninguneado, algo clásico en la jungla futbolística.
Sus posteriores experiencias en Sporting de Gijón y, de nuevo, Albacete no aportaron gran cosa a su currículo aunque conoció un buen regreso a la Liga española con el Villarreal ya entrado el siglo XXI. Ha entrenado en México, Japón y Ecuador lo cual le configura como un auténtico trotamundos del planeta futbolero.