sábado, 5 de abril de 2014

DEL CÉSPED A LA CANCHA: DESENLACE FINAL (III)

La década de los 80 había intensificado la rivalidad Barcelona-Madrid en el ámbito baloncestístico a unos niveles que llegaron a eclipsar a los duelos futbolísticos entre ambos contendientes. Las alternativas en el dominio se habían sucedido de forma permanente: en ochos años cuatro campeonatos de Liga para cada equipo. Del control banco en el periodo 83-86, se había pasado a la hegemonía azulgrana en los campeonatos del 87 y el 88, pero para la temporada 1988-89 un factor iba a llevar los encuentros a los máximos niveles de tensión: es escolta croata Drazen Petrovic.
No resulta fácil el resumir la influencia de Petrovic en el basket de los 80. Es posible que el tiempo hay dado jugadores mejores, al menos más completos, pero Petrovic producía sensaciones únicas en compañeros, rivales y público. Demoledor anotador, competidor insaciable y máxima representación de un deporte yugoslavo de tanta calidad como modos discutibles en cuanto a formas de un deportista, una de sus virtudes era la forma de minar la moral del contrario con sus provocaciones constantes tras sus exhibiciones anotadoras. El Real Madrid lo había sufrido en la Copa de Europa y durante un par de años fue, con seguridad, la bestia negra de la laureada sección blanca. Cuando Ramón Mendoza lo fichó en 1986, con el compromiso de incorporarse dos años después, una conmoción sacudió al mundo de la canasta. ¿El jugador más odiado con la camiseta a la que tantas veces la había pisoteado?. Lo cierto es que la final de la Copa Korak de 1988, saldada al fin con triunfo madrileño ante la Cibona, amortiguó los recelos hacia la estrella de los Balcanes.
Con Petrovic como puntal ofensivo, más la incorporación del alero Quique Villalobos, los de Lolo Sainz contaban con el equipo ofensivo más poderoso del viejo continente; a los ya referidos había que unirles a Biriukov en el juego exterior, Johny Rodgers un atípico ala-pivot americano con un poco ortodoxo pero efectivo tiro de media y larga distancia y el poderío interior delos hermanos Martín, Romay o Pep Cargol. Claro que enfrente tenían a los Solozábal, Epi, Norris, Jiménez, Trumbo a los que en esta ocasión se unió un americano de gran efectividad bajo aros: Waiters. El Barça era un equipo más hecho y con un sentido colectivo superior; a la eficacia de Solozábal, Epi y Sibilio en el exterior se le unía un juego interior de muchos kilates con Norris y Waiters, amén de la versatilidad de Andrés Jiménez, quizá el hombre esencial de aquellas temporadas, dado que gracias a su polivalencia y flexibilidad, los azulgranas se podían permitir jugar con tres altos, lo cual era clave en la lucha por los rebotes. Si el equipo contrario se situaba en zona, el juego exterior de los de Aito podía romper ese mecanismo de  defensa.
Pero el poderío anotador de los blancos era insuperable, y en los primeros enfrentamientos entre ambos colosos en esa campaña el yugoslavo no pudo ser frenado por los defensores culés. Ambos equipos se vieron, de nuevo, las caras en la final de la Copa del Rey en Galicia y los blancos, tras  reacción en el segundo tiempo, consiguieron doblegar a su poderoso enemigo (85-81), aunque curiosamente el hombre clave de aquella final no fue Petrovic, sino el discutido americano Rodgers. Partiendo de esa victoria los madridistas empezaron una espiral de triunfos sobre su eterno rival que, al cabo de cinco enfrentamientos, señalaba un marcador claro: 5-0 en favor del Real Madrid. Tras una de esas victorias, en el Palau azulgrana Aíto sorprendió en la rueda de prensa declarado: “Petrovic tiene bula arbitral”.


Lo cierto es que pareció una jugada estratégica muy calculada: el croata se estaba apoderando de los duelos con los entrenados por Aíto. De la misma forma que había acabado con la moral de los Corbalán, Iturriaga, Robinson y compañía unos años antes, sus grandes guarismos anotadores y las constantes victorias de su equipo provocaban en los azulgranas una desazón por la imposibilidad casi metafísica de ganar los partidos ante el Madrid. Petrovic era especialista en manejar en tiempo psicológico de los partidos y el entrenador del Barça intentaba así crear una cierta presión sobre los colegiados que mirasen con más atención las acciones de la estrella blanca. A ello había que añadir que algunos jugadores barcelonistas estaban muy dolidos por la tendencia a mofarse del yugoslavo a raíz de la racha de victorias. En definitiva, la tensión deportiva se situó en niveles máximos.
Curiosamente, un partido que contaba con todos los elementos para mantener el dominio blanco se reveló decisivo para el desenlace final. En la segunda fase de la Liga el Barça visitaba al Madrid en plena crisis: fue derrotado en semifinales de la Final Four de la Copa de Europa contra pronóstico, iniciando así una sucesión de fallidos asaltos al máximo entorchado europeo que no se acabaría hasta el siglo XXI, y uno de sus emblemas de las últimas temporadas, Chicho Sibilio, había sido sancionado disciplinariamente, siendo apartado del equipo. El Real Madrid acudía, por el contrario, tras haber ganado la Recopa de Europa en Atenas al Caserta Italiano (119-117) con una alucinante actuación del croata con nada menos que ¡62 puntos¡. Lo que parecía un paseo blanco resultó una resurrección azulgrana: victoria por 87-95 que además, decidía el factor cancha en favor del Barcelona en el presumible playoff final por el título.
Aquel encuentro cambió el desenlace de una temporada que, sin lugar a dudas, ha pasado a la historia del baloncesto español. Como era de esperar, ambos equipos se plantaron en la final a cinco sin muchas dificultades, pero tras su triunfo en Madrid, el juego barcelonista había ido cada vez a más y su estado de forma ante la gran final era óptimo. El Madrid llegaba lastrado por las lesiones de alguno de sus hombres altos y una cierta dependencia de las prestaciones de Petrovic para ganar los partidos, aspecto acrecentado por el individualismo al que era tendente el escolta y que había despertado ciertas ampollas en el equipo, especialmente tras la final de la Recopa . Con un Fernando Martín ausente por dolencias el primer encuentro de la serie fue de resultado elocuente: 94-69 en favor del Barcelona. Un par de días más tarde el Real Madrid se aloja en un hotel barcelonés para disputar el segundo partido con pocas perspectivas de triunfo. La moral está muy baja tras la paliza en el primer duelo. En plena comida las puertas del comedor se abren y aparece un gigante de 2,05 que ha tomado el puente aéreo, dejando atrás sus problemas en la espalda, para jugar el segundo choque. Es un Fernando Martín que  lo primero que suelta es: “Pringaos, yo no me he levantado de la cama para perder”: ¿Resultado?: 81-88 y serie igualada. Sin duda alguna un momento esencial de cara a analizar la importancia de la psicología en el deporte de alta competición: Martín jugó pocos minutos y bastante lastrado, pero su fuerza mental se trasladó a sus compañeros que se convencieron que ganar era posible.
Los partidos en Madrid depararon un nuevo empate; victoria holgada del Barça en el tercer partido e igualada blanca en el cuarto gracias a la sangre fría de Petrovic en los momentos decisivos. En realidad, el equipo de Aíto parecía más entero en la serie, con un juego más equilibrado y centrado en la fuerza de sus hombres altos, con una mayor compensación en la distribución anotadora de sus jugadores. Pero enfrente tenían a un equipo con casta e inmensa calidad, aunque con un sentido más individualista del juego. La victorias del Barça habían sido holgadas y las del Madrid más apuradas. Pero todo se iba a dilucidar en un quinto encuentro……y el Real Había ganado en tres de sus cuatro visitas al Palau en esa temporada.
El desenlace superó el dramatismo de cualquiera de los enfrentamientos de ambos clubes en la mágica década de los 80, quizá con la excepción del partido en Pabellón madridista del 84. La primera parte se saldó con una igualdad total: 48-50 al descanso. Pero a medida que avanzaban los minutos un hecho fue inclinando la balanza en favor de los locales: la acumulación de personales en el Real Madrid. Aíto forzó la búsqueda de los hombres altos de su equipo y los pívots madridistas se fueron cargando de faltas hasta llegar a las cinco permitidas. A ello hubo que unirle que uno de los árbitros del choque, el bilbaíno Neyro, mostraba un celo extraordinario en ver las infracciones de los visitantes. En realidad esto tenía su intrahistoria: dos años antes, en un torneo de verano, y cuando Petrovic todavía jugaba en la Cibona, el croata había escupido al colegiado que con posterioridad, declararía que no olvidaría nunca esa afrenta. No parecía la elección más adecuada para garantizar la imparcialidad en el arbitraje de partido tan decisivo.

 A la sucesiva eliminación de los hombres altos blancos, hubo que unirle el pobre encuentro de su gran estrella, apagado por un eficaz sistema de ayudas defensivas, que partía de un Solozábal que no perdía ojo del croata y cuando éste conseguía superarle, automáticamente un jugador salía en apoyo para cortar las vías de acceso del yugoslavo a la canasta. Aíto había dado, por fin, con la fórmula de neutralizar al estilete madridista y los minutos pasaban con el jolgorio azulgrana al escaparse en el marcador, y la desesperación de Lolo Saínz y su banquillo que veían cómo incluso terminaban el encuentro con sólo cuatro jugadores en la cancha, por acumulación de faltas personales, y tenían que soportar dos torturas adicionales: el hostigamiento del colegiado bilbaíno y las mofas de los jugadores rivales que aprovecharon su triunfo para devolver al yugoslavo las afrentas de anteriores encuentros. Incluso alguien tan comedido en las victorias y derrotas como Epi se subió al carro de las provocaciones. Al final 96-85, jolgorio barcelonista por su tercera ACB seguida, indignación madridista con árbitro y rivales y un partido pata la historia.
Fue el punto culminante de una década de rivalidad para enmarcar. En el verano de 1989 Petrovic dejaba colgado al Real para hacer las américas, y el 3 de diciembre de 1989 el deporte español caía en la desesperación y el luto con el fatal accidente del Fernando Martín en la M-30 madrileña que sesgaba la vida de uno de los jugadores legendarios de la canasta hispana. Muchos rivales azulgranas, y compañeros de selección,  lloraron desconsolados en su entierro. Una época inolvidable había concluido. El Barça de Aito siguió acumulando triunfos pero se le resistió siempre la Copa de Europa. El Madrid siguió una trayectoria más irregular, aunque el otro gran genio baloncestístico del este de Europa, el lituano Sabonis le llevaría de nuevo por la senda de las victorias.