La década de los 80 había intensificado
la rivalidad Barcelona-Madrid en el ámbito baloncestístico a unos niveles que
llegaron a eclipsar a los duelos futbolísticos entre ambos contendientes. Las
alternativas en el dominio se habían sucedido de forma permanente: en ochos
años cuatro campeonatos de Liga para cada equipo. Del control banco en el periodo
83-86, se había pasado a la hegemonía azulgrana en los campeonatos del 87 y el
88, pero para la temporada 1988-89 un factor iba a llevar los encuentros a los
máximos niveles de tensión: es escolta croata Drazen Petrovic.
No resulta fácil el resumir la influencia
de Petrovic en el basket de los 80. Es posible que el tiempo hay dado jugadores
mejores, al menos más completos, pero Petrovic producía sensaciones únicas en
compañeros, rivales y público. Demoledor anotador, competidor insaciable y
máxima representación de un deporte yugoslavo de tanta calidad como modos
discutibles en cuanto a formas de un deportista, una de sus virtudes era la
forma de minar la moral del contrario con sus provocaciones constantes tras sus
exhibiciones anotadoras. El Real Madrid lo había sufrido en la Copa de Europa y
durante un par de años fue, con seguridad, la bestia negra de la laureada
sección blanca. Cuando Ramón Mendoza lo fichó en 1986, con el compromiso de
incorporarse dos años después, una conmoción sacudió al mundo de la canasta. ¿El
jugador más odiado con la camiseta a la que tantas veces la había pisoteado?.
Lo cierto es que la final de la Copa Korak de 1988, saldada al fin con triunfo
madrileño ante la Cibona, amortiguó los recelos hacia la estrella de los
Balcanes.
Con Petrovic como puntal ofensivo, más
la incorporación del alero Quique Villalobos, los de Lolo Sainz contaban con el
equipo ofensivo más poderoso del viejo continente; a los ya referidos había que
unirles a Biriukov en el juego exterior, Johny Rodgers un atípico ala-pivot
americano con un poco ortodoxo pero efectivo tiro de media y larga distancia y
el poderío interior delos hermanos Martín, Romay o Pep Cargol. Claro que
enfrente tenían a los Solozábal, Epi, Norris, Jiménez, Trumbo a los que en esta
ocasión se unió un americano de gran efectividad bajo aros: Waiters. El Barça
era un equipo más hecho y con un sentido colectivo superior; a la eficacia de
Solozábal, Epi y Sibilio en el exterior se le unía un juego interior de muchos
kilates con Norris y Waiters, amén de la versatilidad de Andrés Jiménez, quizá
el hombre esencial de aquellas temporadas, dado que gracias a su polivalencia y
flexibilidad, los azulgranas se podían permitir jugar con tres altos, lo cual
era clave en la lucha por los rebotes. Si el equipo contrario se situaba en
zona, el juego exterior de los de Aito podía romper ese mecanismo de defensa.
Pero el poderío anotador de los
blancos era insuperable, y en los primeros enfrentamientos entre ambos colosos
en esa campaña el yugoslavo no pudo ser frenado por los defensores culés. Ambos
equipos se vieron, de nuevo, las caras en la final de la Copa del Rey en
Galicia y los blancos, tras reacción en
el segundo tiempo, consiguieron doblegar a su poderoso enemigo (85-81), aunque
curiosamente el hombre clave de aquella final no fue Petrovic, sino el
discutido americano Rodgers. Partiendo de esa victoria los madridistas empezaron
una espiral de triunfos sobre su eterno rival que, al cabo de cinco
enfrentamientos, señalaba un marcador claro: 5-0 en favor del Real Madrid. Tras
una de esas victorias, en el Palau azulgrana Aíto sorprendió en la rueda de
prensa declarado: “Petrovic tiene bula
arbitral”.
Lo cierto es que pareció una jugada
estratégica muy calculada: el croata se estaba apoderando de los duelos con los
entrenados por Aíto. De la misma forma que había acabado con la moral de los
Corbalán, Iturriaga, Robinson y compañía unos años antes, sus grandes guarismos
anotadores y las constantes victorias de su equipo provocaban en los azulgranas
una desazón por la imposibilidad casi metafísica de ganar los partidos ante el
Madrid. Petrovic era especialista en manejar en tiempo psicológico de los
partidos y el entrenador del Barça intentaba así crear una cierta presión sobre
los colegiados que mirasen con más atención las acciones de la estrella blanca.
A ello había que añadir que algunos jugadores barcelonistas estaban muy dolidos
por la tendencia a mofarse del yugoslavo a raíz de la racha de victorias. En
definitiva, la tensión deportiva se situó en niveles máximos.
Curiosamente, un partido que contaba
con todos los elementos para mantener el dominio blanco se reveló decisivo para
el desenlace final. En la segunda fase de la Liga el Barça visitaba al Madrid en
plena crisis: fue derrotado en semifinales de la Final Four de la Copa de
Europa contra pronóstico, iniciando así una sucesión de fallidos asaltos al máximo
entorchado europeo que no se acabaría hasta el siglo XXI, y uno de sus emblemas
de las últimas temporadas, Chicho Sibilio, había sido sancionado
disciplinariamente, siendo apartado del equipo. El Real Madrid acudía, por el
contrario, tras haber ganado la Recopa de Europa en Atenas al Caserta Italiano
(119-117) con una alucinante actuación del croata con nada menos que ¡62
puntos¡. Lo que parecía un paseo blanco resultó una resurrección azulgrana:
victoria por 87-95 que además, decidía el factor cancha en favor del Barcelona
en el presumible playoff final por el título.
Aquel encuentro cambió el desenlace de
una temporada que, sin lugar a dudas, ha pasado a la historia del baloncesto
español. Como era de esperar, ambos equipos se plantaron en la final a cinco
sin muchas dificultades, pero tras su triunfo en Madrid, el juego barcelonista
había ido cada vez a más y su estado de forma ante la gran final era óptimo. El
Madrid llegaba lastrado por las lesiones de alguno de sus hombres altos y una
cierta dependencia de las prestaciones de Petrovic para ganar los partidos,
aspecto acrecentado por el individualismo al que era tendente el escolta y que
había despertado ciertas ampollas en el equipo, especialmente tras la final de
la Recopa . Con un Fernando Martín ausente por dolencias el primer encuentro de
la serie fue de resultado elocuente: 94-69 en favor del Barcelona. Un par de
días más tarde el Real Madrid se aloja en un hotel barcelonés para disputar el
segundo partido con pocas perspectivas de triunfo. La moral está muy baja tras
la paliza en el primer duelo. En plena comida las puertas del comedor se abren
y aparece un gigante de 2,05 que ha tomado el puente aéreo, dejando atrás sus
problemas en la espalda, para jugar el segundo choque. Es un Fernando Martín
que lo primero que suelta es: “Pringaos, yo no me he levantado de la cama
para perder”: ¿Resultado?: 81-88 y serie igualada. Sin duda alguna un
momento esencial de cara a analizar la importancia de la psicología en el
deporte de alta competición: Martín jugó pocos minutos y bastante lastrado,
pero su fuerza mental se trasladó a sus compañeros que se convencieron que
ganar era posible.
Los partidos en Madrid depararon un
nuevo empate; victoria holgada del Barça en el tercer partido e igualada blanca
en el cuarto gracias a la sangre fría de Petrovic en los momentos decisivos. En
realidad, el equipo de Aíto parecía más entero en la serie, con un juego más
equilibrado y centrado en la fuerza de sus hombres altos, con una mayor
compensación en la distribución anotadora de sus jugadores. Pero enfrente tenían
a un equipo con casta e inmensa calidad, aunque con un sentido más
individualista del juego. La victorias del Barça habían sido holgadas y las del
Madrid más apuradas. Pero todo se iba a dilucidar en un quinto encuentro……y el
Real Había ganado en tres de sus cuatro visitas al Palau en esa temporada.
El desenlace superó el dramatismo de cualquiera
de los enfrentamientos de ambos clubes en la mágica década de los 80, quizá con
la excepción del partido en Pabellón madridista del 84. La primera parte se
saldó con una igualdad total: 48-50 al descanso. Pero a medida que avanzaban
los minutos un hecho fue inclinando la balanza en favor de los locales: la
acumulación de personales en el Real Madrid. Aíto forzó la búsqueda de los
hombres altos de su equipo y los pívots madridistas se fueron cargando de
faltas hasta llegar a las cinco permitidas. A ello hubo que unirle que uno de
los árbitros del choque, el bilbaíno Neyro, mostraba un celo extraordinario en
ver las infracciones de los visitantes. En realidad esto tenía su intrahistoria:
dos años antes, en un torneo de verano, y cuando Petrovic todavía jugaba en la
Cibona, el croata había escupido al colegiado que con posterioridad, declararía
que no olvidaría nunca esa afrenta. No parecía la elección más adecuada para
garantizar la imparcialidad en el arbitraje de partido tan decisivo.
A la sucesiva eliminación de los hombres altos
blancos, hubo que unirle el pobre encuentro de su gran estrella, apagado por un
eficaz sistema de ayudas defensivas, que partía de un Solozábal que no perdía
ojo del croata y cuando éste conseguía superarle, automáticamente un jugador
salía en apoyo para cortar las vías de acceso del yugoslavo a la canasta. Aíto
había dado, por fin, con la fórmula de neutralizar al estilete madridista y los
minutos pasaban con el jolgorio azulgrana al escaparse en el marcador, y la
desesperación de Lolo Saínz y su banquillo que veían cómo incluso terminaban el
encuentro con sólo cuatro jugadores en la cancha, por acumulación de faltas
personales, y tenían que soportar dos torturas adicionales: el hostigamiento
del colegiado bilbaíno y las mofas de los jugadores rivales que aprovecharon su
triunfo para devolver al yugoslavo las afrentas de anteriores encuentros.
Incluso alguien tan comedido en las victorias y derrotas como Epi se subió al
carro de las provocaciones. Al final 96-85, jolgorio barcelonista por su
tercera ACB seguida, indignación madridista con árbitro y rivales y un partido
pata la historia.
Fue el punto culminante de una década
de rivalidad para enmarcar. En el verano de 1989 Petrovic dejaba colgado al
Real para hacer las américas, y el 3 de diciembre de 1989 el deporte español
caía en la desesperación y el luto con el fatal accidente del Fernando Martín
en la M-30 madrileña que sesgaba la vida de uno de los jugadores legendarios
de la canasta hispana. Muchos rivales azulgranas, y compañeros de selección, lloraron desconsolados en su entierro. Una
época inolvidable había concluido. El Barça de Aito siguió acumulando triunfos
pero se le resistió siempre la Copa de Europa. El Madrid siguió una trayectoria
más irregular, aunque el otro gran genio baloncestístico del este de Europa, el
lituano Sabonis le llevaría de nuevo por la senda de las victorias.
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