Como el holandés, el técnico argentino
fue más una elección populista que una apuesta confiada. Ambos habían sido
jugadores emblemáticos, campeones de liga en entidades acostumbradas a
sinsabores con más frecuencia de la deseada y calmaban las iras del público
ante los fracasos en el terreno de juego.
Antes de Cruyff el Barça ganaba ligas
cada 13-14 años, salvaba años con Copas del rey ocasionales y victorias
puntuales sobre el Real Madrid. Con el tulipán llegaron nada menos que cuatro seguidas,
además de la Copa de Europa y aunque sus dos últimos dos fueron más bien opacos
su legado consintió en erradicar de Can Barça todos los lugares comunes que
casi siempre llevaban a la decepción: el Barça podía y debía ser un grande de
Europa a la altura de Real Madrid, Juve o Bayern. El resto es de todos
conocidos.
Simeone no fue un futbolista a la altura
de Cruyff, ni su estilo se le parece lo más mínimo; pero ha ejercido una
catarsis parecida en el Atlético de Madrid. Aunque Quique Sánchez Flores había
roto la sequía de 14 años con la Europa League y la Supercopa de 2010, no había
pasado de ser un éxito ocasional, provocado por dos delanteros de mucho calibre
(Aguero y Forlán) que emigraron al poco tiempo por falta de perspectivas
sólidas; como lo hicieron Torres o De Gea, no había futuro a tener en cuenta,
sólo destellos fugaces de jugadores con talento, pero con un equipo muy lejos
de ser tomado en serio por los grandes de verdad.
Desde su clara victoria en la final de
Bucarest de 2012 ante el pujante Bilbao de Bielsa, el argentino forjó la
esencia de cualquier equipo de élite: unas señas de identidad grabadas a fuego.
Su receta era menos glamurosa que la del Barça de los 90, por que el Atlético
no dispone de los medios de los culés, pero hundía sus raíces en varias
escuelas de probada solvencia: el rigor táctico italiano, la competitividad
argentina y dos señas de identidad de los mejores momentos de los 110 años de
historia rojiblanca: el gusto por el contragolpe y el poderío a balón parado. Esos
elementos son fácilmente combinables para dar lugar a un equipo que empieza
desde una gran seguridad defensiva que se transmite a todo el equipo, una
intensidad en el juego que le pone casi siempre en ventaja sobre los contrarios
a los que agobia sin descanso, gran velocidad en los espacios abiertos y,
cuando la creatividad falla, siempre queda recurso al córner o falta que
permita el cabezazo al fondo de las mallas. De esta guisa ha conseguido
imponerse equipos superiores en talento individual y ha roto una tradición
futbolera que en España, desde finales de los 80, sólo toma como referencia a
tener en cuenta el buen uso de la pelota y el dominio territorial, aspectos muy
alabables pero si se dispone de jugadores adecuados. Este Atlético es flexible:
no duda en recular y atrincherarse en su muro defensivo esperando salir a la
contra, pero cuando tiene que tomar la
iniciativa y tocar la pelota lo hace sin complejos (ahí está su segundo tiempo
en Londres); desde esa perspectiva es quizá el equipo más interesante que
España o Europa ha visto en mucho tiempo, por más que no sea el mejor.
A esta brillantez estratégica hay que
unirle el factor emocional que va ineludiblemente unido al técnico argentino.
Como Cruyff (alma mater del gran Ajax de los 70, tres veces campeón de Europa)
Simeone es un ganador que no se resigna a un papel secundario. Ganará o
perderá, pero no está depuesto a aceptar de forma resignada el fracaso. Como
jugador no era un estilista desde luego; sus armas eran dejarse el alma en el
campo, competir al máximo, ciertas dosis de técnica bien dosificadas y detalles
de dudoso gusto deportivo pero relacionadas con su vertiente ganadora. Más de
100 partidos con la albiceleste así lo atestiguan. Dicho carácter era necesario
en un entidad tan acostumbrada a la melancolía como la rojiblanca, en la que
hasta las campañas publicitarias hacían apología de esa resignación ante la
mediocridad. Nada más falso que la leyenda negra que muchos, aficionados
rojiblancos incluidos, que señala al Atlético como perdedor eterno: sus
fracasos estaban relacionados con la mala gestión o simplemente con la
desproporción de medios ante sus rivales, y no con el fatalismo, y en periodos
concretos de su historia ha vivido éxitos destacables, hasta con dosis de
suerte que todo campeón necesita. También el Bayern perdió una Copa de Europa
en el descuento o el Real Madrid cinco finales en una temporada; pero éstos no
se relamían en su mala suerte y volvían a intentarlo y claro, tenían
oportunidades de ganar de nuevo.
Con Simeone el Atlético ganó una Copa
del Rey al Madrid en el Bernabéu y una Liga al Barça en el Camp Nou. En ambos partidos empezó
perdiendo. De hecho a fecha de hoy es el paradigma de club ganador; no ha
habido partido decisivo (Europa League, Supercopa de Europa. Copa del Rey o
Liga así como eliminatorias de Champions) en que no haya dado su mejor versión
a su manera. Tampoco el Barça de Cruyff falló en sus tres Ligas milagrosas de
la última jornada, después de décadas acumulando segundos puestos y tirando
campeonatos que estaban en la mano; de hecho sus sprints finales eran asombrosos. Los jóvenes Atléticos no sabes que
es seso del “pupas” ni de tembleque en los momentos clave. Lógicamente, y como
hemos señalado antes, el Atleti no dispone de la economía del Barça y el
mantenimiento en la élite es más complicado, pero si se sabe conservar la esencia
de un estilo futbolístico y la mentalidad positiva arraiga para siempre en el
Manzanares ( o en la Peineta) puede haber grande para rato. El sábado se podrá
perder, por supuesto, porque el Madrid es bueno, muy bueno incluso. Pero lo más
importante ya está conseguido.
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