Es fácil relamerse en las
heridas por el deja vu del sábado
pasado. El salto de Ramos formará parte de las pesadillas atléticas durante no
pocos años. Hace una semana escribía que Simeone había cambiado para siempre la
faz rojiblanca: aquella que le asocia con el victimismo y la melancolía. Quizá
tenga que rectificar a medias. El desenlace de Lisboa repitió la peor pesadilla
rojiblanca ante el peor rival posible, más dolorosa aún si cabe si hubiese sido el
propio Bayern; en realidad la presencia del Real Madrid ya en sí era
sospechosa, tocaban los teutones, era lo que estaba escrito, pero los de Pep nos fallaron. El destino ha
sido juguetón y malicioso: en el año más inolvidable que ningún colchonero
hemos vivido, en el que más grandes nos hemos sentido, en el que hemos logrado
el mayor éxito de nuestra historia, esa Liga española que parecía eternamente
anestesiada por el dominio plomizo de las multinacionales futboleras que
sojuzgan nuestro país, en el ejercicio en el que tras traspasar a una figura
más (Falcao) fuimos más peligrosos que nunca, se revive la pesadilla del 74.
Pero tomemos como
referencia una semana antes 17 de mayo de 2014, y aún un año antes esa misma
fecha. Un grupo de jugadores en los que nadie confiaba ganaba la Liga en el
Camp Nou y la Copa del rey al Madrid en el Bernabéu. Sigamos retrocediendo y
nos encontraremos con una U.E.F.A sobre el Athletic de Bilbao de Bielsa, que
parecía comerse el mundo. Y ya puestos a recordar una Supercopa Europea (trofeo
menor, pero trofeo a fin de cuentas) contra el Chelsea en Mónaco. Podemos coger
en definitiva la botella medio llena o medio vacía. Pero lo que nadie puede
negar es que en los últimos años ha habido muchísimo bueno y muy poco malo.
Grandes triunfos y escasas decepciones. Un equipo admirado en toda España y
hasta Europa, si no por su juego, sí por su coraje y por plantarse ante los tótems, esos que gastan pasta de forma
indiscriminada y traen siempre año tras año ,lo mejor y lo más caro, y decirles
“os vamos a discutir el triunfo” e
incluso conseguirlo, no siempre , es cierto, pero sí a veces.
Pensemos también en ese
entrenador que quizá no tuvo su mejor tarde, ni controló sus impulsos del
final, pero que cogió a un equipo cerca de segunda división y en menos de tres
años le llevó a ganar cuatro títulos y a estar a un paso de un quinto. Un tipo
que ha alcanzado la gloria y no ha llegado por muy poco a la leyenda, y que se
planta en la rueda de prensa con estas palabras “Este partido no merece ni una lágrima”. Porque en definitiva el
cabezazo de Godin le dio la gloria hace
semana y el de Miranda hace un año, mientras que el Ramos se la ha
arrebatado; y como insaciable competidor que es, sabe la frontera que separa el
éxito del fracaso es tan tenue, que no
conviene tomarse demasiado en serio ni la victoria ni la derrota, y que para los
que él entrena que sólo hay un camino; pelea, pelea, pelea y más pelea y cuando
vienen mal dadas, a seguir luchando. Aunque es cierto que en ocasiones,
sus formas como jugador o entrenador no fueron ni son las más ejemplares, fruto
quizá de una competitividad mal entendida o al menos desviada. Pero alguien
así, capaz de transmitir el valor de la lucha en inferioridad de condiciones de
tal forma, de convencer a un grupo humano de que eran capaces de todo y no apelar nunca al victimismo sólo merece admiración.
El sino del Atlético no es
fatalista, es simplemente inestable por naturaleza: su existencia es un
tránsito de la gloria al fracaso, del cero al infinito, del triunfo impensable
a la derrota apocalíptica. En la final de Copa del año pasado y de la Liga de
este año empezó perdiendo para acabar ganando, como en semifinales de la
Champions en Londres. En la final europea empezó ganando y acabó perdiendo: tal
es su fisionomía . Su leyenda de este año se cimenta en la lucha contra lo considerado en principio imposible y su falta de desfallecimiento, contra la creencia generalizada que
no podía aspirar a los premios más gordos y al final casi, y por muy, muy
poco, se lleva los dos. Se llevó uno, que no es moco de pavo, aunque no cómo no
podía ser menos el éxito más rotundo fue la antesala de derrota más amarga. El
camino, eso sí, fue inolvidable.
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