Desde mediados de los 80 se ha institucionalizado el empresario presidente de equipo de fútbol como respuesta a la casi siempre maltrecha economía de los mismos. Dinero y teórica gestión a cambio de popularidad social. Ecuación que en pocas ocasiones ha cuadrado d ela forma necesaria.
Hubo un caso, sin embargo, que puede estudiarse como referente del modelo señalado. Al menos, por una ocasión, los factores comercial y deportivo se fundieron de forma provechosa para crear una dinastía que dominó Europa durante casi una época.
Silvio Berlusconi era el rey de la tele basura italiana y casi europea. Como hombre ambicioso que siempre ha sido sabía que nada mejor que el fútbol para lanzarse al estrellato social y el reconocimiento, como trampolín necesario para sueños de grandeza que iban más allá de los negocios. Se daba la circunstancia que el club de sus amores era nada menos que un clásico del calcio, que encima estaba en horas más que bajas. A mediados de los 80 el Milán estaba bajo la omnipotente sombra de la Juventus de Angelli e incluso empezaba a someterse a nuevas potencias en ciernes como el Nápoles de Maradona. Berlusconi tenía dinero de sobra para afrontar fichajes de postín y relanzar la titubeante nave milanista, pero necesitaba de un liderazgo sólido desde el banquillo para cumplir sus objetivos.
Contra todo pronóstico su elección recayó sobre un absoluto desconocido: Arrigo Shacchii carecía de carrera como jugador de élite y su experiencia en banquillos se limitaba a la Serie B italiana. Entonces Italia estaba dominada por la sombra de dos leyendas: Enzo Bearzot , técnico de la selección italiana campeona del mundo en el 82, y Giovanni Trappatonni, el eterno campeón de la Juve, ambos representaban la esencia labrada por Helenio Herrera dos décadas antes: el triunfo del catenaccio más como filosofía existencial que como forma de juego.
Sacchi no tenía curriculum y sólo una amalgama de conocimiento teóricos acumulados por años de obsesiva observación. Fue tomado a chirigota y más aún cuando los resultados no le acompañaron al comienzo. Pero el presidente ratificó (esta vez de verdad) su confianza en el técnico y éste pudo llevar adelante sus ideas revolucionarias: si la defensa cerca de la portería y los marcajes al hombre eran indiscutibles, él la adelantaba casi al medio del campo y establecía la zona como condición indispensable. Si esperar para sorprender a la contra había creado a los campeones de los últimos años, su equipo debía llevar la iniciativa en todo momento. Si los delanteros solían estar liberados de funciones defensivas, para el Milán la presión empezaba en campo contrario.
Tamaña herejía necesita de actores muy dotados para tan complicados roles. El talonario de don Silvio trajo consigo a tres holandeses jóvenes, atléticos, técnicamente prodigiosos y llenos de ambición: el elegante defensa Frank Rijkaard, el omnipresente Rutt Gulitt y el asombroso delantero Marco Van Basten. A este cartel de lujo se le unieron los mejores jugadores italianos de la época con tres nombres propios con una fuerza especial. Marco Baresi se convirtió en el paradigma del defensa con recursos y del líder en el campo, nadie ha interpretado como él el fuera de juego, ni ha manejado los partidos con su solvencia. Un joven lateral izquierdo, Paolo Maldini, inició su inolvidable carrera demostrando que los mejores pueden combinar capacidad defensiva y de ataque con plenas garantía. Y Carlo Ancelotti oxigenaba el centro del campo permitiendo el desarrollo del talento de los holandeses.
En un fabuloso sprint final el Milán conquistó el Scudetto 87-88 y así pudo afrontar su gran desafío: la vieja Copa de Europa. Para ello tuvo que sortear eliminatorias complicadas solventadas con más apuros de los esperados hasta que en semifinales tuvo su reválida: el Real Madrid de la Quinta del Buitre que seguía su obsesiva y a la postre infructuosa búsqueda del máximo entorchado continental. Eras épocas en las que el Bernabéu se había creado una merecida fama de feudo inexpugnable del que salían goleados todos los equipos que lo pisaban en miércoles europeo. El viejo vecino de los milanistas, el Inter, había sufrido en sus carnes hasta en cuatro ocasiones en los años 80, la voracidad blanca para sus rivales. También equipos de renombre europeo como el Anderlech y el Borussia de Monchedglabdag padecieron memorables remontadas en lo se llamó el “miedo escénico”. Pero la calidad no conoce de complejos. En una noche inolvidable los milanistas, simplemente, barrieron a los blancos que milagrosamente consiguieron empatar a uno aunque el árbitro anuló un gol legal a los italianos. Pero la vuelta no hizo confirmar de forma estridente la diferencia abismal percibida en el feudo blanco, en esta ocasión el marcador sí reflejó lo acontecido en el terreno de juego: un expresivo 5-0 abrió a la obra de Shachii a la final del Camp Nou en donde despacharon sin contemplaciones al voluntarioso Steaua de Bucarest.
El dominio milanista en Europa fue casi absoluto hasta 1995. En siete años conoció cinco finales de la máxima competición continental con tres títulos teniendo en cuenta que en la edición de 1992 (la primera que ganó el Barca) no participó por sanción. En realidad no dominó el calcio hasta la llegada de Fabio Capello, el sucesor de Shacchi, en ese mismo año. Más que el triunfo de un equipo fue el de un sistema y una forma de entender el fútbol como un trabajo colectivo que implicaba a todos y cada uno de los miembros del plantel desde los más talentosos a los menos dotados. Las estrellas debían de trabajar como los primeros y el orden táctico adquiría condición de regla de oro.
Todo entrenador destacado del fútbol contemporáneo bebió de las fuentes de aquel gran equipo. Hasta cierto punto el modelo milanista otorgó al míster un predominio que antes tenían los jugadores. Y eso que el Milán se hartó a tenerlos destacados. Pero su disciplina prusiana resultaba demasiado atractiva a los ojos de los comentaristas más avezados que identificaron a los rossoneros como la sociedad paradigmática del balompié europeo, todo en ellos parecía perfecto. A la salida de Sachii le seguía la entrada de un hombre de la casa que siguió la senda de éxitos por la misma línea y la decadencia y retirada de los tres magos holandeses se cubría con estrellas como Savisevic Desaylly o Geeorge Weath y los viejos hombres de la casa como Baresi o Maldini parecían eternos. Nada alteraba el perfeccionismo de la obra
El otro gran equipo español de la época, el Barcelona formado por Johan Cruyff, también sufrió en sus propias carnes la capacidad milanista en los grandes acontecimientos. Fue en la final de Champions del 94. Los culés llegaban a la gran cita borrachos de éxito: apenas unos días antes había caído la cuarta liga consecutiva. Nadie jugaba como aquel Barca que vivía la plenitud de sus estrellas extranjeras: Stoikov, Koeman, Laudrup y Romario. El holandés fue de sobrado a la gran final. Proclamó sin dudarlo la superioridad y el favoritismo de su equipo y mostró su plena confianza en la suficiencia de sus recursos ofensivos. Por su parte, los milaneses callaban agazapados y atemorizados por la ausencia de su gran capitán Baresi, algo siempre inquietante cuando enfrente se tiene a un adversario con un inmenso potencial ofensivo. Pero el desarrollo de la final no dejo nada más que una nueva exhibición del cuadro lombardo que en una memorable noche dio al traste con la arrogancia culé. En pocas ocasiones un rival con la calidad de los azulgranas ha sido desbordado de la forma tan explícita como lo fue en esa final. Un enorme despliegue físico y táctico, adornado con la enorme calidad de una plantilla, completó un baño de los que hacen época. No hubo mejor forma de cerrar un periodo memorable del fútbol europeo.
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