Hoy la NBA nos resulta algo cercano y cotidiano. Algunos de nuestros mejores jugadores juegan allí y hasta contamos con un doble campeón de la misma. Las noticias que llegan de América se insertan en un mundo globalizado y conectado por Internet y con la mayor naturalidad consultamos en el mismo día los resultados de los partidos.
Pero hubo un tiempo en el que ese mundo de la canasta norteamericana era lejano, muy lejano. Era algo que uno percibía en la entonces televisión de dos canales, de forma esporádica, casi como un regalo. Llegaban noticias de nombres míticos como Larry Bird, Magic Johnson, Julius Erving o Michael Jordan. Se visionaba un partido a la semana en el programa “Cerca de las estrellas” que presentaba Ramón Trecet, se leían referencias en las páginas finales de la revista “Gigantes del Basket” y se pensaba que era algo sencillamente inalcanzable para cualquier jugador europeo y no digamos español.
Un hombre atrevido dio el gran paso de abandonar su confortable vida de estrella deportiva en España para adentrarse en la aventura americana. Se llamaba Fernando Martín y tomó una de las decisiones más sacrificadas de la historia del deporte español: cambiar la titularidad del mejor equipo de España, la selección española y el estrellato social por el banquillo de los Portland Trail Blazers, la mitad de sueldo y una aburridísima vida en una ciudad perdida del Oeste americano.
No eran ni son tiempos de aventuras arriesgadas y menos cuando afecta al tema económico. Pero el carácter casi cósmico que la mejor liga del mundo tenía por aquellos años hace de dicha experiencia de apenas una temperada un hito en la historia del deporte español. Fernando Martín fue el James Dean de nuestra historia deportiva: vivió a toda velocidad, triunfó rápido y murió pronto, demasiado pronto, y de la misma forma trágica y absurda que el astro de los cincuenta. Todo en él fue intenso, su carrera meteórica, su forma de afrontar los partidos desde la más feroz competitividad, sus deseos de dar el salto a la liga de los realmente grandes, su estratosférico sueldo en su vuelta a España y su trágico desenlace una lluviosa tarde del 3 de diciembre de 1989.
Martín fue uno de los símbolos de la explosión del deporte de la canasta en la década de los 80 en España. En un país monopolizado por el futbol prácticamente desde la postguerra, la obtención de la medalla de plata en las Olimpiadas de los Ángeles en 1984 trajo consigo el repentino interés de la juventud española por un juego que encima permitía reproducir en otro ámbito el sempiterno duelo Madrid- Barcelona, toda vez que la sección de baloncesto del club catalán conoció de su primer periodo de esplendor deportivo a comienzos de la citada década. De repente se hablaba de Epi, de Corbalán, de Solozábal, de Iturriaga, de Sibilio, de Romay, de Villacampa, de Jiménez, de Margall……y sobre todo de Fernando Martín, con Epi el máximo referente de esa primera generación de oro de baloncestistas hispanos. Los patios de los colegios empezaban a llenarse de chavales deseosos de jugar, las radios empezaron a crear carruseles deportivos con la jornada de baloncesto los sábados por la tarde, la televisión daba regularmente partidos los fines de semana y la sociedad empezó a darse cuenta que tal y como habían ya demostrados figuras como Manolo Santana, Ángel Nieto o Severiano Ballesteros existían horizontes deportivos, más allá de los campos de fútbol, en esta ocasión desde el deporte colectivo.
Lideró el último gran equipo de la laureada sección de Baloncesto del Real Madrid. De 1981 a 1986, año en el que partió hacia América, la escuadra dirigida por Lolo Sainz logró ganar cuatro ligas, dos Copas del Rey, una Recopa de Europa y un Mundial de Clubes. Palmarés esplendoroso no completado con la Copa de Europa, sin embrago, dada la explosión en aquellos años de la némesis madridista que el tiempo se encargaría de mezclar (y a todos los niveles) con la trayectoria del Real Madrid y del propio Fernando Martín: Drazen Petrovic y su Cibona de Zagrebz. Martín fue un prodigio de cualidades físicas (sus primeros pasos fueron orientados al Balonmano) que revolucionó el puesto de pívot en España, que había conocido de precedentes notables como Rafael Rullán o Clifford Luik: el madrileño era capaz de batirse el cobre con los poderosos centers americanos y en sus mejores días podía tener estadísticas de más de veinte puntos y diez rebotes, podía correr el contraataque con una soltura notable y, sobre todo y ante todo, tanto sus compañeros como rivales coincidían en resaltar su principal cualidad: su instinto ganador que le hacía ser el profesional más extremadamente competitivo que uno podía encontrase en una cancha.
Dos imágenes pueden lustrar ese carácter indomable: en las semifinales de la copa del rey de 1985, el Real Madrid perdía por 9 puntos a falta de apenas dos minutos frente al Cai Zaragoza de Manel Comas. Se jugaban en un Palau Blaugrana casi desierto por el elevado precio de las entradas, de tal manera que las instrucciones de los entrenadores eran escuchadas por todo aquél que lo quisiera. Tiempo muerto de Lolo Saiz, a la desesperada, para salvar un partido que se escapaba a marchas forzadas. En ese tiempo muerto se puede escuchar claramente al pívot blanco “Tranquilo Lolo, esto está ganado”. Acto seguido Martín encesta un increíble triple que inicia la en principio improbable remontada blanca. Los zaragozanos se dejan intimidar por la reacción y terminan perdiendo en la prórroga.
La otra escena también acontece en Barcelona. Final de la ACB 88-89 la llamada liga de Petrovic. Concentración del Real Madrid para el segundo partido de la final contra, cómo no, el Barcelona, resultado del primer duelo: 94-69 para los culés. Martín tiene la espalda maltrecha, casi irrecuperable. El pesimismo se ha apoderado del equipo blanco, nadie confía en la victoria porque está casi confirmado que el madrileño no juega. Es la hora de la comida, se abren las puertas del comedor en donde se encuentran los Petrovic, Rodgers, Llorente, Biriukov y compañía y aparece Fernando Marín con una frase lacónica “A ver pringados yo no me he levantado para perder”. Resultado del segundo partido: 81-88 con participación del mismo hombre cuyo concurso se había dado por imposible.
Fueron dos momentos recordados de una trayectoria excelsa, parada en seco por un guiño absurdo del destino. Pero quedará siempre su legado de valentía, de ser el primero en cruzar el charco y probar fortuna en la tierra de los mejores. Esa misma tierra, la de las oportunidades, no le dio muchas a uno de los mejores jugadores de la historia de España. Pero su atrevimiento en lograr lo considerado entonces imposible bien merece el reconocimiento póstumo para uno de los grandes deportistas que hemos tenido jamás
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