El nuevo paseo del Barça en el Bernabéu confirma una tendencia muy
acusada en el universo futbolístico, en el que algunos resultados o hechos se
dan con una frecuencia tan establecida que sorprende que las previas de muchos
partidos se intenten vender desde el punto de vista mediático como enésimos
duelos del siglo, cuando según la estadística el resultado es muy previsible.
De alguna forma cada visita del cuadro culé al santuario blanco se ha
convertido en una rutinaria manifestación de superioridad en la que ya no
resulta necesaria ni siquiera la correspondiente exhibición de Messi. En el 0-4
de 2015, ni jugó y en los 0-3 recientes mostró una versión hasta descafeinada
del mismo, dejando el protagonismo al cuestionado Luis Suárez. En realidad el
Barça ya ni se molesta jugar bien para ganar o incluso golear al Madrid, un
hecho cada día menos insólito. Aborda
cada clásico en la castellana con una sensación de poder tan asentada que se transmite
a todos: jugadores de ambos equipos, aficionados, prensa….El miércoles, a
medida que el Real Madrid acumulaba méritos para marcar y se sucedían las
ocasiones frente a un Barcelona mas bien mustio, casi todo espectador veterano tenía la misma intuición:
que a la primera ocasión clara visitante el balón iría al fondo de la portería,
como así fue. En el partido de Liga del sábado, el control catalán era tan
diáfano, que el 0-1 final casi olió a falta de ensañamiento.
Este tipo de inercia, que parece situarse por encima de estados de forma
y momentos de juego, y que sólo logra una cierta explicación plausible mediante
la calidad de algunos futbolistas, se manifiesta una y otra vez en numerosos
encuentros con los mismos contendientes aunque compuestos por diferentes
protagonistas. Recuerdo que el en Bayern- Real Madrid de semifinales de
Champions de la pasada temporada, tanto en la ida como en la vuelta hubo partes
de un dominio bávaro tan insultante, que el tema sólo podía acabar de una
forma: o con goleada alemana (improbable) o con triunfo blanco (más que
seguro). Y es que la corriente ganadora madridista en Champions se combina con
un desastroso cuadro de horrores en la competición doméstica que no parece
tener fin. Del mismo modo que la insultante superioridad culé en la disputada y
exigente competición española (va camino de su cuarto doblete en cinco años),
se mezcla con caídas estrepitosas e impensables en entornos continentales, sea
cual sea el escenario (Paris, Roma o Turín).
Es muy curioso ver como esas frecuencias se manifiestan década tras
década en escenarios muy distintos: todo futbolero con trienios sabe que una
presencia del Real Madrid en la final de Champions es sinónimo de triunfo
seguro, sea cual sea la forma, que siempre que el propio Madrid juagaba una
final de Copa en su estadio, la sorpresa saltaba (solo gano dos de nueve y una
contra su filial) sin que importase que fuese en la fecha de su centenario
(Deportivo) o frente a rivales contra los que no mordía el polvo en catorce
años (Atlético), que Alemania nunca puede con Italia en partidos claves de
Eurocopas o Mundiales, que toda eliminatoria del Atlético en Copa de Europa
ante rivales más poderosos y tachados de favoritos es el punto de partida a una
hazaña impensable y que todas sus finales son dramas saldados con final
trágico, que el Sevilla puede jugar todas las finales de Europa League posibles
sin que parezca que sea factible que pueda perder alguna, aunque se lo proponga,
y que cada vez que se cruza con un grande auténtico va a terminar perdiendo aun
cuando parezca que , por una vez, pueda dar la campanada o que el Benfica
portugués será como Sísifo con su piedra en busca de superar la maldición que
le acompaña en las finales europeas y que les lanzó el entrenador que les hizo ganar
las dos primeras. Distintas épocas con distintos jugadores, pero un mismo
desenlace contra el que parece imposible rebelarse.
Por eso cuando se rompe la tradición, y se echan abajo los muros en
apariencia infranqueables, los clubes y aficionados sufren una catarsis única
que suele servir de punto de partida a un futuro mejor alejado de complejos tan
arraigados. Ahí van algunos ejemplos: el gol de Koeman en Wembley, el de
Mijatovic en Ámsterdam, la tanda de penaltis del España-Italia de 2008 o el cabezazo
de Miranda en la final de Copa de 2013. Quizá en la búsqueda de esos instantes
únicos se fundamenta buena parte de la pasión futbolera ya que, a fin de
cuentas, lo bueno del deporte es que, al contrario de la vida, casi siempre ofrece una oportunidad más.
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