sábado, 31 de mayo de 2014

TRÁNSITO FRENÉTICO

Es fácil relamerse en las heridas por el deja vu del sábado pasado. El salto de Ramos formará parte de las pesadillas atléticas durante no pocos años. Hace una semana escribía que Simeone había cambiado para siempre la faz rojiblanca: aquella que le asocia con el victimismo y la melancolía. Quizá tenga que rectificar a medias. El desenlace de Lisboa repitió la peor pesadilla rojiblanca ante el peor rival posible, más dolorosa aún si cabe si hubiese sido el propio Bayern; en realidad la presencia del Real Madrid ya en sí era sospechosa, tocaban los teutones, era lo que estaba escrito, pero los de Pep nos fallaron. El destino ha sido juguetón y malicioso: en el año más inolvidable que ningún colchonero hemos vivido, en el que más grandes nos hemos sentido, en el que hemos logrado el mayor éxito de nuestra historia, esa Liga española que parecía eternamente anestesiada por el dominio plomizo de las multinacionales futboleras que sojuzgan nuestro país, en el ejercicio en el que tras traspasar a una figura más (Falcao) fuimos más peligrosos que nunca, se revive la pesadilla del 74.

Pero tomemos como referencia una semana antes 17 de mayo de 2014, y aún un año antes esa misma fecha. Un grupo de jugadores en los que nadie confiaba ganaba la Liga en el Camp Nou y la Copa del rey al Madrid en el Bernabéu. Sigamos retrocediendo y nos encontraremos con una U.E.F.A sobre el Athletic de Bilbao de Bielsa, que parecía comerse el mundo. Y ya puestos a recordar una Supercopa Europea (trofeo menor, pero trofeo a fin de cuentas) contra el Chelsea en Mónaco. Podemos coger en definitiva la botella medio llena o medio vacía. Pero lo que nadie puede negar es que en los últimos años ha habido muchísimo bueno y muy poco malo. Grandes triunfos y escasas decepciones. Un equipo admirado en toda España y hasta Europa, si no por su juego, sí por su coraje y por plantarse ante los tótems, esos que gastan pasta de forma indiscriminada y traen siempre año tras año ,lo mejor y lo más caro, y decirles “os vamos a discutir el triunfo” e incluso conseguirlo, no siempre , es cierto, pero sí a  veces.
Pensemos también en ese entrenador que quizá no tuvo su mejor tarde, ni controló sus impulsos del final, pero que cogió a un equipo cerca de segunda división y en menos de tres años le llevó a ganar cuatro títulos y a estar a un paso de un quinto. Un tipo que ha alcanzado la gloria y no ha llegado por muy poco a la leyenda, y que se planta en la rueda de prensa con estas palabras “Este partido no merece ni una lágrima”. Porque en definitiva el cabezazo de Godin le dio la gloria hace  semana y el de Miranda hace un año, mientras que el Ramos se la ha arrebatado; y como insaciable competidor que es, sabe la frontera que separa el éxito del  fracaso es tan tenue, que no conviene tomarse demasiado en serio ni la victoria ni la derrota, y que para los que él entrena que sólo hay un camino; pelea, pelea, pelea y más pelea y cuando vienen mal dadas, a seguir luchando. Aunque es cierto que en ocasiones, sus formas como jugador o entrenador no fueron ni son las más ejemplares, fruto quizá de una competitividad mal entendida o al menos desviada. Pero alguien así, capaz de transmitir el valor de la lucha en inferioridad de condiciones de tal forma, de convencer a un grupo humano de que eran capaces de todo y no apelar nunca al victimismo sólo merece admiración.
El sino del Atlético no es fatalista, es simplemente inestable por naturaleza: su existencia es un tránsito de la gloria al fracaso, del cero al infinito, del triunfo impensable a la derrota apocalíptica. En la final de Copa del año pasado y de la Liga de este año empezó perdiendo para acabar ganando, como en semifinales de la Champions en Londres. En la final europea empezó ganando y acabó perdiendo: tal es su fisionomía . Su leyenda de este año se cimenta en la lucha contra lo considerado en principio imposible y su falta de desfallecimiento, contra la creencia generalizada que no podía aspirar a los premios más gordos y al final casi, y por muy, muy poco, se lleva los dos. Se llevó uno, que no es moco de pavo, aunque no cómo no podía ser menos el éxito más rotundo fue la antesala de derrota más amarga. El camino, eso sí, fue inolvidable.







EL CRUYFF ROJIBLANCO

Como el holandés, el técnico argentino fue más una elección populista que una apuesta confiada. Ambos habían sido jugadores emblemáticos, campeones de liga en entidades acostumbradas a sinsabores con más frecuencia de la deseada y calmaban las iras del público ante los fracasos en el terreno de juego.
Antes de Cruyff el Barça ganaba ligas cada 13-14 años, salvaba años con Copas del rey ocasionales y victorias puntuales sobre el Real Madrid. Con el tulipán llegaron nada menos que cuatro seguidas, además de la Copa de Europa y aunque sus dos últimos dos fueron más bien opacos su legado consintió en erradicar de Can Barça todos los lugares comunes que casi siempre llevaban a la decepción: el Barça podía y debía ser un grande de Europa a la altura de Real Madrid, Juve o Bayern. El resto es de todos conocidos.


Simeone no fue un futbolista a la altura de Cruyff, ni su estilo se le parece lo más mínimo; pero ha ejercido una catarsis parecida en el Atlético de Madrid. Aunque Quique Sánchez Flores había roto la sequía de 14 años con la Europa League y la Supercopa de 2010, no había pasado de ser un éxito ocasional, provocado por dos delanteros de mucho calibre (Aguero y Forlán) que emigraron al poco tiempo por falta de perspectivas sólidas; como lo hicieron Torres o De Gea, no había futuro a tener en cuenta, sólo destellos fugaces de jugadores con talento, pero con un equipo muy lejos de ser tomado en serio por los grandes de verdad.
Desde su clara victoria en la final de Bucarest de 2012 ante el pujante Bilbao de Bielsa, el argentino forjó la esencia de cualquier equipo de élite: unas señas de identidad grabadas a fuego. Su receta era menos glamurosa que la del Barça de los 90, por que el Atlético no dispone de los medios de los culés, pero hundía sus raíces en varias escuelas de probada solvencia: el rigor táctico italiano, la competitividad argentina y dos señas de identidad de los mejores momentos de los 110 años de historia rojiblanca: el gusto por el contragolpe y el poderío a balón parado. Esos elementos son fácilmente combinables para dar lugar a un equipo que empieza desde una gran seguridad defensiva que se transmite a todo el equipo, una intensidad en el juego que le pone casi siempre en ventaja sobre los contrarios a los que agobia sin descanso, gran velocidad en los espacios abiertos y, cuando la creatividad falla, siempre queda recurso al córner o falta que permita el cabezazo al fondo de las mallas. De esta guisa ha conseguido imponerse equipos superiores en talento individual y ha roto una tradición futbolera que en España, desde finales de los 80, sólo toma como referencia a tener en cuenta el buen uso de la pelota y el dominio territorial, aspectos muy alabables pero si se dispone de jugadores adecuados. Este Atlético es flexible: no duda en recular y atrincherarse en su muro defensivo esperando salir a la contra, pero cuando tiene que  tomar la iniciativa y tocar la pelota lo hace sin complejos (ahí está su segundo tiempo en Londres); desde esa perspectiva es quizá el equipo más interesante que España o Europa ha visto en mucho tiempo, por más que no sea el mejor.
A esta brillantez estratégica hay que unirle el factor emocional que va ineludiblemente unido al técnico argentino. Como Cruyff (alma mater del gran Ajax de los 70, tres veces campeón de Europa) Simeone es un ganador que no se resigna a un papel secundario. Ganará o perderá, pero no está depuesto a aceptar de forma resignada el fracaso. Como jugador no era un estilista desde luego; sus armas eran dejarse el alma en el campo, competir al máximo, ciertas dosis de técnica bien dosificadas y detalles de dudoso gusto deportivo pero relacionadas con su vertiente ganadora. Más de 100 partidos con la albiceleste así lo atestiguan. Dicho carácter era necesario en un entidad tan acostumbrada a la melancolía como la rojiblanca, en la que hasta las campañas publicitarias hacían apología de esa resignación ante la mediocridad. Nada más falso que la leyenda negra que muchos, aficionados rojiblancos incluidos, que señala al Atlético como perdedor eterno: sus fracasos estaban relacionados con la mala gestión o simplemente con la desproporción de medios ante sus rivales, y no con el fatalismo, y en periodos concretos de su historia ha vivido éxitos destacables, hasta con dosis de suerte que todo campeón necesita. También el Bayern perdió una Copa de Europa en el descuento o el Real Madrid cinco finales en una temporada; pero éstos no se relamían en su mala suerte y volvían a intentarlo y claro, tenían oportunidades de ganar de nuevo.
Con Simeone el Atlético ganó una Copa del Rey al Madrid en el Bernabéu y una Liga al Barça en  el Camp Nou. En ambos partidos empezó perdiendo. De hecho a fecha de hoy es el paradigma de club ganador; no ha habido partido decisivo (Europa League, Supercopa de Europa. Copa del Rey o Liga así como eliminatorias de Champions) en que no haya dado su mejor versión a su manera. Tampoco el Barça de Cruyff falló en sus tres Ligas milagrosas de la última jornada, después de décadas acumulando segundos puestos y tirando campeonatos que estaban en la mano; de hecho sus sprints finales eran asombrosos. Los jóvenes Atléticos no sabes que es seso del “pupas” ni de tembleque en los momentos clave. Lógicamente, y como hemos señalado antes, el Atleti no dispone de la economía del Barça y el mantenimiento en la élite es más complicado, pero si se sabe conservar la esencia de un estilo futbolístico y la mentalidad positiva arraiga para siempre en el Manzanares ( o en la Peineta) puede haber grande para rato. El sábado se podrá perder, por supuesto, porque el Madrid es bueno, muy bueno incluso. Pero lo más importante ya está conseguido.