Determinadas fechas y partidos marcan un antes un después para los aficionados, son momentos puntuales que impactan de manera especial, quedando clara la sensación de que nada volverá a ser lo mismo.
El 6 de diciembre de 1984 los seguidores al baloncesto españoles tuvieron uno de esos instantes. Era el partido inaugural de la entonces liguilla de campeones de Europa de baloncesto, jugaba el de casi siempre por aquellos años de sólo un equipo en la Copa de Europa, y no era otro que el Real Madrid. Enfrente, como local, un desconocido equipo yugoslavo, la Cibona de Zagreb. Los pronósticos apuntaban a un fácil comienzo de los Corbalán, Fernando Martín o Iturriaga. Pero ganaron los locales 99-90. El resultado, sin embrago, fue lo de menos. Causó más sensación un joven espigado, con peinado afro que se hartó de meter puntos, hasta 45, y sacar de sus casillas a los jugadores blancos, curtidos en mil y una batallas continentales pero incapaces de detener esa avalancha.
El causante del estropicio no era otro que Drazen Petrovic y con ese partido inició una serie de victorias consecutivas sobre el potente equipo madridista que le hizo ganarse e¡la condición de “enemigo público número 1 de la histórica entidad de baloncesto”. Cada partido del croata era un prodigio de virtudes técnicas, un carrusel de dribblings, unos contra unos resueltos con una seguridad pasmosa, tiros en suspensión demoledores y anotaciones que en rara ocasión bajaban de los 30 puntos. Fue con Sabonis, la máxima sensación jamás conocida en el baloncesto europeo y pronto objeto de deseo de franquicias de la NBA.
Petrovic era heredero de una gloriosa tradición baloncestística yugoslava que tuvo nombres tan significativos como Mirza Delibasic, Kesemir Cosic, Drazen Dalipagic o Ivo Daneu, que impulsó a la entonces república socialista a los primeros puestos del baloncesto mundial en dura competencia con sus vecinos soviéticos. En realidad el genio nacido en el condado de Sibenik le superó a todos y sentó precedente a fabulosos sucesores como Toni Kucov o Dino Radja. Frente baloncesto eminentemente físico que se veía en Estados Unidos los baloncestistas del este de Europa asombraron por extraordinaria capacidad técnica y unos fundamentos hasta entonces desconocidos en especial en el aspecto ofensivo. La creatividad y el talento se ponían al servicio de unos extraordinarios equipos que, sobre todo a nivel de selección, también alcanzaban un carácter competitivo rayano en la fiereza.
Drazen no sólo se dedicaba a machacar al rival desde el punto de vista de la anotación: también lo aniquilaba psicológicamente con un repertorio de gestos triunfantes, provocaciones consentidas, pases por la espalda rayanos en la chulería y una conexión con la grada que oscilaba desde el amor incondicional de los suyos al odio más exacerbado de los contrarios. Al contrario que muchos grandes jugadores él adoraba la presión y los ambientes más hostiles que uno pudiera imaginar; era donde sacaba lo mejor de sí mismo. Sin lugar duda fue uno de los más grandes y duros competidores que se pudieron encontrar. Una imagen del Mundial de Baloncesto celebrado en España en 1986 es suficientemente significativa: tras un ajustado partido contra Canadá resuelto en los últimos minutos gracias a sus genialidades respondió a los abucheos permanentes del público con dos expresivos cortes de mangas.
Su llegada al Real Madrid en 1988 causó una sensación tal que es posible que la Liga de Baloncesto de aquel año superará el seguimiento de la de fútbol. Era un caso casi inédito en la historia de la sección: un repelido rival formaba parte de la escuadra que aspiraba a desbancar el ya consolidado dominio del Barcelona en la Liga ACB. El seguimiento a sus actuaciones despertó una curiosidad inédita y unas ganas casi obsesivas de mostrar su falta de adaptación al club madridista. En realidad su acoplamiento fue perfecto porque un jugador de su talento no tenía por costumbre defraudar las expectativas creadas. Bajo su liderazgo y el Fernando Martin el equipo blanco ganó la final de copa al potente Barca y se plantó sin mayores dificultades en la final de la Recopa de Europa frente al Snaidero de Caserta que encabezaba uno de los más grandes tiradores que jamás vieron las canchas del viejo continente, el brasileño Oscar Smith. El resultado no fue otro que una final memorable resuelta a favor de los blancos con un festival del héroe croata, inédito en una cita de tanta trascendencia, nada menos que 62 puntos (más de la mitad de los de su equipo,117). Su leyenda no hizo sino agrandarse.
Tras esas exhibiciones no sólo se escondían unas condiciones innatas para ser un virtuoso de la canasta, también existía un trabajo diario casi obsesivo comenzado desde edad juvenil consistente en una dedicación en cuerpo y alma a una sola meta; ser el mejor. Cuentan las crónicas que no dejaba un día morir sin intentan al menos 500 tiros a canastas y que tras los entrenamientos se dedicaba de forma compulsiva a perfeccionar sus tiros libres. En pocas ocasiones el deporte mundial ha conocido de un artista tan convencido de su necesidad de seguir perfeccionándose. No había límites con tal de ser alcanzar lo sublime en cada partido.
Paradójicamente esa liga la acabó ganando el cuadro de Aito García Reneses gracias al propio yugoslavo. Durante un verano no tuvo otra ocurrencia que escupir a un árbitro en un partido amistoso. Se llamaba Juanjo Neyro y el mismo, apuntó la matrícula y esperó pacientemente el momento de la venganza. Era el quinto partido de las finales de ese año y el árbitro bilbaíno dejó al Madrid con cuatro jugadores en la pista casi todos yuniors. Ganaron los catalanes con comodidad, porque entre otras cosas tenían un fabuloso equipo comandado por Solozábal, Epi y Audie Norris. En ese partido un hecho , tan desagradable como resaltable, dejó a todas luces que Petrovic no podía dejara nadir indiferente. Los jugadores del Barcelona terminaron mofándose y haciendo bailecitos a sus contrincantes desquiciados por el arbitraje y el partido. Al acaban el encuentro fueron preguntados por tan reprobable acción. Su excusa no dejó lugar a la duda: era venganza contra el croata que tanto se había mofado de ellos en la derrota. Le pagaron con su misma moneda.
Pero su destino estaba escrito y no era otro que la mejor liga del mundo, aquella que se sitúa al otro lado del Atlántico. En el verano del 89 dejaba plantado a los blancos y emprendía rumbo a Portland en donde su primero rival y luego compañero, Fernando Martín, había iniciado la senda de la aventura americana. Fue en Oregón en donde por primera vez en su carrera mordió el polvo de la frustración, como le ocurrió al español apenas contó `para el entrenador en una época en la que existían aún muchas reticencias a la participación europea en la NBA. No era el escolta muy propicio a aceptar ser un segundón y decidió emigra a una escuadra más modesta y más adaptada a sus necesidades de minutos: los Nets de New Jersey.
Cerca de la gran manzana emergió de nuevo. Evolucionó en su juego en el que desaparecieron las entradas a canastas, y se centró en su prodigioso tiro a la salida de los bloqueos, mejoró su físico adaptándolo al exigente nivel exigido en América y se consagró como anotador recurrente con notoria debilidad por la línea de tres puntos. Había comenzado su carrera como estrella de la mejor liga del mundo. No podía ser de otra forma
Para desgracia suya y de todos, un accidente de tráfico en una autopista de Alemania el 7 de junio de 1993 sesgó para siempre su vida tal y como lo había hecho con otro de los grandes de la época, Martin. Una conmoción recorrió el deporte europeo y mundial. Quizá quien mejor resumió su carácter fue Tom Newell, entrenador asistente de los Nets, el equipo de Drazen “Nunca he visto a un jugador profesional o amateur trabajar tan duro. Es el verdadero ejemplo de profesional en dedicación y compromiso”.
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